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domingo, 23 de agosto de 2020
Decidores
Siguen en estos días produciéndose visitas en el jardín de casa, pues no solo he recibido la de Horacio. En Ávila el estío va tocando a su fin, en este final de agosto en el que ya comienza a presentirse, aún lejano, es verdad, el otoño. En las noches ya refresca, y para asistir a las sesiones de cine de verano que seguimos organizando es necesario ponerse un jersey y arroparse las piernas con una mantita.
"Decíamos ayer...", dicen que dijo Fray Luis de León, cuando terminó de estar preso por traducir el "Cantar de los Cantares", y volvió a sus clases en la Universidad de Salamanca. Esta semana estuvimos en familia en la querida Helmántica romana, buscando, cómo no, la inevitable rana de la fachada de la Universidad, como si en la ciudad del Tormes no hubiese otra cosa, aunque ya el "spoiler" está garantizado, y la encuentra todo el mundo, como el moderno astronauta en la portada de la Plaza de Anaya en la Catedral. Menos son los que se hacen una fotografía con Fray Luis, cuya estatua está en el Patio de Escuelas, o con Miguel de Unamuno, imponente frente a la que fuese su casa, acaso porque no los conocen, y es más interesante la rana sobre la calavera que está por todas partes.
Es un placer, por supuesto, acercarse al jardín de Calixto y Melibea, y recordar al gran Fernando de Rojas y su "Celestina", o tomarse un café en el Novelty, en plena Plaza Mayor, con Gonzalo Torrente Ballester, que está en efigie en este tradicional establecimiento salmantino. O pasarse por la Casa Lis, y leer el hermosísimo poema que escribió sobre ella el desaparecido Aníbal Núñez, versos que encendieron por mucho tiempo mi corazón cuando lo leí allá en mis años de estudiante en Madrid. Y guardo memoria.
De alguna forma todos ellos han venido por el jardín doméstico desde el que, privilegiadamente, escribo esto ahora, y oigo sus voces, nítidas y claras, hablándome de literatura, de versos y prosas, y estos ecos me envuelven y estimulan. Claro, que a la memoria también regresa el Convento de Extramuros, en Madrigal de las Altas Torres, cuna de la Reina Isabel, en el que falleció Fray Luis, un día tal como hoy, un 23 de agosto, y las ruinas en las que está convertido. Una pena, uno de tantos efectos perniciosos de la desamortización en España y del abandono del patrimonio, que clama a voces una intervención no para que no se caiga, sino para que reviva.
Una ligera brisa se ha levantado, agradable desde la sombra. En ese vientecillo oigo a Dios, que me llama y me anima a seguir escribiendo, a decir estas u otras cosas, como buen "decidor" que parezco ser, según me dicen otros, mis lectores, a seguir diciendo, como hizo Fray Luis, hoy y todos los días. Decir nos salva, aunque en ocasiones tengamos que hablar con ronquera, como le ocurrió al propio agustino, para que los nuevos inquisidores, tan dueños y amos como se consideran del pensamiento que para ellos debe ser único, no estén al acecho y nos dejen tranquilos con nuestras traducciones y escritos, con nuestra voz íntegra, para aquellos que saben leer entre líneas, en los renglones torcidos, que es como hemos leído siempre los que no hemos parado de buscar nunca el agua de eternidad. Bien lo sabía Cristo mismo, que callaba en el Pretorio, frente a sus jueces que ya llevaban la sentencia escrita.
Acaso tengamos que volver a ser como los monjes de San Benito, los monjes negros, en honor de su hábito, y convertirnos en islas que encierran el auténtico saber, la Verdad, frente a tanta barbarie como nos amenaza a los pies de nuestras murallas. Islas en casa, islas en el corazón, en familia o con los amigos, para mantener la llama sagrada encendida y no perder el norte, el Camino, la Verdad y la Vida, que nos lleva a nuestro Creador.
En fin, dejaré, para el resto del día, que la melancolía me invada, y que en los tuétanos y entretelas de mi ser siga ardiendo el fuego del que estoy hecho, soñando o respirando, en la conciencia de que todo ello es la savia que me alimenta y sostiene en estos tiempos inciertos, recios, que diría mi paisana Santa Teresa, en lo que todo parece estar ardiendo, derrumbándose y nadie parece darse cuenta de ello, de lo que nos ocurre, tan empeñados como estamos en vivir alimentados por necesidades ajenas a nosotros, impuestas por eso que tan inocentemente llamamos la sociedad de consumo, pero que es un veneno poderoso que nos inoculan nada más nacer y del que resulta harto difícil escapar a sus estragos.
Decir en estos días es peligroso, sobre todo cuando se trata de no comulgar con ruedas de molino, y decir, como hizo el niño, que el emperador está desnudo, por mucho que le vistan con trajes de seda o con albardas. Menos mal que me quedan las visitas que recibo en el jardín. Algún día se ha escapado por aquí el mismísimo Fernando Pessoa, que ha dejado en pausa su atlántica Lisboa, sus melancolías y nieblas, el fado que lleva escrito en su mirada, para compartir conmigo el desasosiego, que se nos parece a ambos, o al menos así lo creo, quizá por aquello de que también compartimos no solo el nombre, sino también el oficio, aunque por mi parte más modestamente que por la suya. Puede, no obstante, que en estas confusiones y encantamientos, no fuese Pessoa el que vino, sino Ricardo Reis, o Bernardo Soares, o Alberto Caeiro, que todos ellos, y alguno más, fue el lisboeta. Siempre sean bienvenidos a esta su casa, en la que seguiremos compartiendo nostalgias y angustias.
En fin, que pudieran ser heterónimos míos, de tan confuso como viene el día. La luz está en su cénit. No sabe que en poco se iniciará su lento declinar hacia el oeste, desde donde vienen todas las nieblas y todas las confusiones. Algún tizón de rojo purísimo quedará prendido en la copa de los árboles, como un racimo dorado que también presagiará la vendimia y el otoño, el vino nuevo que alegrará las cubas, los jarros y la garganta y el corazón de los hombres.
Fernando Alda Sánchez
miércoles, 12 de agosto de 2020
Como el sueño de San Virila
Ayer llovió como solo puede hacerlo la melancolía de la plata vieja, el fulgor que desprende su piel, la secreta inocencia de los versos que se vuelven aire al nacer. En el jardín el aura del agua, el fulgor de los sueños, todo lo que estás esperando en estos días y no acaba de llegar y se te ofrece como una larga espera desde las alturas, midiendo el corto recorrido de las horas, que no acaban de alcanzar la orilla de este mar por el que navegas sin rumbo fijo, aguardando el momento, el deseo y la voluntad de arribar a algún puerto seguro, cansado como estás de tanta tormenta y tanta desmemoria.
Un llanto nazarí se te descuelga de los ojos y de la garganta, muy hondo, por todo lo perdido en el camino, quizá Granada, por las alas de mariposa rotas que abandonaste en cualquier cuneta, por el trino de los pájaros que no escuchaste cuando solo te mirabas el ombligo, por todas las certezas que rompiste en un arrebato de furia inútil. Y todo arde en una hoguera de vanidad, de ruido, de aire muerto, desprendiendo un humo acre y espeso que corona la mañana en su soledad, desasido el horizonte, que va a la deriva, en este desasosiego que te cerca y amarga.
Nada parece tener motivo de reflexión, no aciertas a encontrar un hilo que ir desmadejando, como el de Ariadna, pues el Minotauro no te espera en la profundidad del laberinto. Las ínsulas están confundidas en los archipiélagos de los mapas, Escila y Caribdis asoman sus fauces en cualquier estrecho, y la amenaza del Tártaro proyecta sus sombras allí donde pones los ojos. Hoy solo estás para el corazón, a la deriva la mente, escuchando sus cantos de sirena amarrado al mástil del dolor, tal Ulises en su nave, acaso como en el cuadro que pintara Herbert James Draper en 1909.
Inicias ahora un Camino de Santiago, perdido entre emociones, sosteniendo firme el bordón en el que se sustentan tus lamentos. Y el día pasará, la noche será nada, y habrá nuevas promesas, otros sueños, tal vez la esperanza. Una de las parejas de carboneros garrapinos que se ha avencindado en el jardín trina y el tiempo y el mundo se detienen, como le ocurrió a San Virila, en su monasterio de Leyre, perdido como estaba contemplando la eternidad, puede que el rostro de Dios. Era entorno al siglo X y el tiempo se contaba de otra forma, pues no era oro, sino paz, no se medía o pesaba, se vivía y se rezaba.
Si todo fluye, como dejó dicho Heráclito, nada retorna, y nos encontramos perdidos en las aguas de un río turbulento que no nos permite enderezar la balsa. Acaso el filósofo presocrático estaba equivocado, y aunque todo fluya, en el fondo del cauce quedan restos y limos, piedrecillas y raíces, que conforman un pasado que nos sostiene, y que emerge, de vez en cuando, para que volvamos a bañarnos en las aguas que ya hemos conocido, y el río sea entonces circular, y no lleva a parte alguna. No se, es la fiebre de los desvaríos, la alucinación del día que viene hueco, sostenido con pinzas en medio del aire.
Mañana será mañana, o puede que hoy, siempre hoy, y el tiempo tampoco nos lleve a ningún lugar, atascado como está en sus propios engranajes, aunque ya la muerte se encargará de poner las cosas en su sitio, con la destreza que muestra para igualar hombres, situaciones y linajes. Lo mejor es dejar todo en manos de Dios, pues Él es el único que sabe a dónde llevarnos. Que se obre su voluntad. El resto es oficio sin resultado, arena y viento, furia vana. Cabalga la luz, el cielo alcanza.
Fernando Alda Sánchez
jueves, 6 de agosto de 2020
De cine y canecillos
La noche pasada resultó deliciosa, pues en el jardín de casa pudimos disfrutar, en familia y con algún amigo, de una sesión de cine de verano, con una temperatura que solo las noches de Ávila pueden ofrecerte en julio y agosto, con los grados justos para no sentir frío, pero tampoco el calor sofocante del resto de la jornada diurna. La película elegida fue "Casablanca", que creo es la quinta vez que la he visto, y siempre me sigue asombrando. Sin duda, una velada espléndida.
Era como revivir toda la magia del cine, tan bien expresada en "Cinema Paradiso", de Giuseppe Tornatore, pero de forma doméstica. Reconozco que fue una idea que se ha fraguado en los últimos días y que esperamos repetir en los próximos. Ya no me acordaba de esas sesiones de cine de verano que muchas veces veíamos en la propia calle y que tan sosegados nos devolvían a la cama.
El cine es un invento moderno. En la Edad Media tenían otras sesiones de imágenes, como las que se podían contemplar en las iglesias románicas y góticas, que eran una verdadera catequesis para la salvación de las almas y para poner en orden otros asuntos menos espirituales y, acaso, más mundanos. Por eso traigo hoy a colación el cine y los canecillos, también los capiteles, románicos, que aún tengo en los ojos tras el viaje del otro día hasta Silos y Frómista, aunque para ser honesto tengo que decir que los contemplo a diario en las iglesias románicas de la Ciudad de Ávila, que guardan, extramuros, las puertas de su Muralla: San Vicente, San Pedro, San Andrés... todas ellas, que son como un incendio de piedra, de forma especial con la luz poniente que se escapa hacia el oeste. Es una suerte.
La imaginación de los artistas románicos, desde el más puro anonimato, era prodigiosa, pues sabían captar el concepto de lo que querían contar y lo plasmaban en imágenes sorprendentes. Era también la magia del cine, que nos lleva a otras realidades y nos cuenta historias con imágenes, además de con diálogos y música.
En el románico, en el que parece arder la piedra, primero por el color dorado de la misma y en segundo término por la belleza que pone de manifiesto, está la esencia de los hombres y de su diálogo con Dios, que estaba, a través de Cristo, en el centro de sus vidas. Un diálogo trascendente, a la vez que sencillo, pues casi todos eran almas que no conocían la lectura o la escritura, pero sabían, conocían, en qué lugar mana la fuente de Vida.
No puedo evitar escaparme, por una gatera que acabo de encontrar en mi memoria, de todo cuanto hablo, a los dibujos de los "beatos", los comentarios al Apocalipsis que hacían los eremitas cuando soñaban con la venida del Cordero al mundo. José Jiménez Lozano decía que esos dibujos eran como cómic, tal era el porte de su imagen y los colores extremos con los que están pintados. Y creo que no le falta razón, pues a mí, que he crecido leyendo cómic, así me lo parecen. Acaso es que ya todo estaba inventado de antes, los cómic y el cine, allá por el medioevo, incluso puede que antes, y que va a ser verdad eso de que "nihil novum sub sole", que traduce la Vulgata del Libro de Cohelet, que viene a ser que no hay nada nuevo bajo el sol, y que tanto nos define.
Nosotros tenemos la fortuna de poder comparar unos y otros, de admirar su belleza, en todos los casos, y de seguir creciendo en todos los sentidos, pero estoy seguro de que no hace falta, al menos a los que nos precedieron no, tanta redundancia, tanta sobreabundancia de información como la que tenemos ahora, pues produce mucho ruido y no nos deja ver el bosque, que es de lo que se trata.
Sigue apretando el calor. En el jardín todavía resuenan las voces de Humphrey Bogart y de Ingrid Bergman y sigue quedándose, en el aire, la última frase del film, esa que habla de una hermosa amistad. Los carboneros garrapinos que se han quedado a vivir con nosotros animan la mañana y todo parece revestido de un magnífico esplendor, como el de la hierba que da título a la película que dirigió Elia Kazan. Todo parece estar en su sitio.
Fernando Alda Sánchez
lunes, 3 de agosto de 2020
Camino de tesoros
Hay ocasiones en las que los caminos se cruzan en la imaginación y en la realidad y nos ofrecen a aquellos que amamos la cultura un resultado sorprendente, pues entrelazan, por ejemplo,
arquitectura con literatura, además de unos hermosos paisajes castellanos, algo que por sabido no siempre es fácil de conseguir. Es verdad que muchas veces todo ello nos viene dado como de regalo, aunque en otras hay que buscar y, ya se sabe, que los que estamos permanentemente en esta tarea solemos encontrar tesoros allí donde parece imposible hallarlos.
He vuelto, esta vez con toda la familia, a lugares en los que hacía muchos años había estado, para volver a resucitar en la memoria algunos esplendores románicos con otros literarios, de diferentes épocas, no menos importantes, pero que me estaban llamando como para querer salir a la superficie, como para querer aflorar. Comenzaré diciendo que nos fuimos hasta tierras burgalesas de un tirón, al Monasterio de Santo Domingo de Silos, en cuyo claustro te encuentras con flores románicas de una belleza que incendia, entre capitel y capitel y las escenas de los Discípulos de Emaús o la de la Duda de Santo Tomás. Allí, por supuesto, se escribieron las glosas silenses, que son, junto a las de San Millán de la Cogolla, las primeras manifestaciones del castellano escrito, y, por supuesto, puedes ver el ciprés, al que Gerardo Diego dedicara un soneto. Ambos, ciprés y poema, son ya universales:
"Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas al cielo con tu lanza".
Soneto que, por otra parte, tuvimos la gracia de recitar completo mientras admirábamos el noble porte del ciprés en cuestión. Empezaba la jornada fuerte, pero lo que iríamos encontrando en el camino no sería para menos, con hermosos templos por ver, como en Mahamud o Castrojeriz, en el que entroncamos con el Camino de Santiago que nos llevaría, andando el día, hasta Carrión de los Condes, pasando por Frómista y Villalcázar de Sirga. Caminos que se entrecruzan en esta tierra que fue de batallas y fronteras.
En Villalcázar nos esperaba, además de la iglesia de Santa María la Blanca, el rey Alfonso X el Sabio, con sus Cantigas a Santa María, inspiradas en una imagen de la Virgen que allí existe, entre otras muchas, a la que el rey tenía una especial devoción. Los poemas, escritos en gallego medieval, son de una gran belleza:
"O que a Santa Maria a mais despraz,
é dequen ao seu Fillo pesar faz"
que dice el rey poeta en la número XII.
Por supuesto antes habíamos pasado por Frómista y visitado su Iglesia de San Martín, otra joya del románico, en Palencia, que tantos tesoros encierra, que nos dejó deslumbrados por su perfección y maestría. Pero confieso que hoy voy de la mano de la literatura, así que ocasión habrá ya de que las obras románicas nos iluminen tal y como sus anónimos hacedores pensaron en su día. "Ut luceat et ardeat", que viene a ser que la obra de arte ilumine y encienda el espíritu de quien la ve. Prometo otra entrada en el blog.
En Carrión de los Condes, también en pleno Camino Francés, nos esperaba Íñigo López de Mendoza y de la Vega, más conocido como el Marqués de Santillana que, además de militar fue poeta, y de los grandes, en el prerrenacimiento hispano. En su recuerdo, estos versos suyos de la serranilla tan conocida que aprendimos, pues eran otros tiempos, en el colegio
"Moza tan fermosa
non vi en la frontera,
como una vaquera
de la Finojosa".
El plantel no podía ser mejor. Una delicia, pues habíamos llenado el alma de espíritu y de luz, además de con buena literatura.
No lejos de allí hay otro municipio con alcurnia, como es Paredes de Nava, cuna de los Berruguete y de Jorge Manrique. Bien es verdad que no nos dio tiempo para acercarnos, pero el envite es posible de hacer si se madruga más de lo que nosotros hicimos en esta gloriosa jornada. No me resisto a dejar al lector unos versos de las "Coplas a la muerte de su padre" cuando dice que
"Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando..."
Con este recuerdo dejo al lector. Espero que estas pequeñas pinceladas le hayan resultado suficientes para comprender el viaje que le propongo, a su ritmo y entender, un viaje casi inicático en el que hay sobrado deleite para los ojos y para el espíritu, contemplando y leyendo, que son dos buenos ejercicios para pasar los días de ocio estivales.
Los caminos se siguen confundiendo en mi cabeza, parece obra de algún encantamiento quijotesco que en estos días de excesivo calor hace de las suyas y lía memorias en el presente, en un ejercicio de malabares que solo el que escribe puede entender. No obstante, en mi descargo, diré que la literatura suele ser así de caprichosa y suele venir entremezclada, como los rabos de las cerezas cuando tratamos de sacarlas de la cesta. Para aquellos que tengan la curiosidad de saber el origen desde el que salimos de viaje les diré que fue desde Ávila, hasta tierras burgalesas y luego palentinas. En el camino dejamos la villa ducal de Lerma, hermoso lugar también, pero que no habíamos incluido en nuestros planes. Cerca de Silos está Covarrubias, cuna de Castilla, de resonancias históricas y, para los amantes de la geología, el Desfiladero de la Yecla, que puede recorrerse en poco tiempo a pie. Al hablar de Covarrubias, y aunque nada tiene que ver con ello, no puedo dejar de acordarme de Sebastián de Covarrubias, que nació en Toledo, y nos legó su maravilloso "Tesoro de la Lengua Castellana o Española", publicado en 1611, y que fue el primer diccionario general monolingüe en Español.
Basta, que me pierdo más aún y no alcanzo orilla alguna.
Fernando Alda Sánchez
Nota: La foto que os dejo es de las Cantigas de Santa María, de Alfonso X, y está sacada de la Wikipedia
viernes, 31 de julio de 2020
Epístola a Ofelia
Hola a todos los lectores de mi padre. Hoy me ha vuelto a ceder un pequeño espacio en su blog para compartir con vosotros otra de mis creaciones literarias. En esta ocasión, mi inspiración ha sido el cuadro de "Ofelia", de John Everett Millais, obra que descubrí durante mis clases de Historia del Arte en el instituto, y que se ha convertido en uno de mis favoritos. También me ilusionaba la idea de escribir sobre uno de mis personajes preferidos de la literatura clásica, pues creo que su personalidad y sus acciones pueden resultar más interesantes que para dejarlos pasar en una simple representación teatral. Muchas gracias y espero que disfrutéis leyéndolo tanto como yo dándole forma.
Entre juncos y nenúfares navegas por el río, Ofelia. ¡Oh, joven y bella dama!¿Dónde quedaron tus ilusiones, dónde emergieron tus tristezas? Ataviada en tus dorados vestidos y arropada por el velo de la muerte, embriagada de exánimes suspiros que se extinguen en tu miseria. Tus inertes oídos no escuchan los lamentos de las dríades, ni el aullar de los fantasmas que en su día te persiguieron, los desgarros de mis palabras al ver ahogada tu vida en lágrimas de demencia.
Tu rostro, tan perfecto, tan firme, y a la vez tan pálido y pulido, como el de una tumba de mármol níveo iluminada por el tenue destello lunar. De tus manos, dotadas de finura y elegancia, brotan las flores que recogías para adornar tu preciosa cabeza, alimentadas con tu más pura esencia, siendo recuerdo de tus días de gozo, plenitud, grandeza y esplendor. Tus cabellos, preciosos bucles cobrizos que ondean con la impetuosidad de las aguas, se funden con las raíces de los árboles que te arrullan desde la orilla.
¡Oh, dulce Ofelia! Ya no hay brillo en tus ojos, se lo ha llevado la niebla con el efímero soplo de la tarde. Se fue tu encanto estival, tu gracia joven y cándida, asfixiado se halla tu entusiasmo en las gélidas garras de la desgracia. Enferma de locura pasaste tus últimos días, ignorada en tu más afligida soledad. Nunca más tu laúd entonará melodía ni tu voz deleitará a nobles y reyes de lejanos reinos. No vestirás más con sedas ni danzarás en grandiosos salones, no beberás costosos vinos en copas de plata ni probarás exóticos manjares servidos en ostentosas bandejas. Nunca más reirás con ese gorjeo de ruiseñor que acompasaba los más felices momentos de tus días. Todo eso quedó atrás, arrastrado por la corriente, con este río por el que viajas como sepultura eterna.
Te observo, frágil y mortal criatura, y conviertes ante mis ojos en duda toda entrega, toda confianza forjada. Pues, ¿quién va a creer en el amor humano cuando éste mismo ha terminado con tus sueños de la forma más perversa? El corazón de los hombres se corrompe por el poder y la venganza, envenena tu alma de mujer, marchita las flores de tus manos y palidece tus facciones. Todos batallan por una corona sangrienta, por un poder malicioso que extiende crueldad entre los habitantes de estas tierras. Este mundo y sus gentes te apresaron en corsés e invisibles cadenas, sin poder disfrutar de la maravillosa sensación de libertad. Te apartaron de tu padre, trastornaron a tu amado, y tu pobre corazón no fue capaz de soportar tal despiadado dolor.
¿Quién te recordará, Ofelia? ¿Quién guardará de ti la verdadera imagen de tu ser? Olvidada por los hombres, mas presente en los escenarios, viva en el corazón del dramaturgo, latente en mis humildes palabras, haciendo honor a tu nombre y compadeciéndose de tu devastada existencia. Vivirás eternamente retratada en pinturas e idealizada en poemas. Con un verso de Byron, lloro tu trágica ruina: “¡Y tú has muerto, siendo tan joven y hermosa!”.
Ni una lágrima revivirá tus pupilas. Mi llanto no servirá para traerte de vuelta. Por eso me despido de ti, mientras te veo desaparecer entre las aguas, de aquella muchacha que llegaste a ser en vida, mi querida Ofelia.
Elvira Alda Peñafiel
miércoles, 29 de julio de 2020
Horacio en el jardín

La quietud que hay cuando escribo esto en el jardín de casa resulta asombrosa. Cuatro parejas de carboneros garrapinos se han avecindado, desde hace ya días, en el lugar. Su belleza resulta extraña, son como una pincelada que hubiese brotado de las manos de un pintor y se hubiese quedado prendida en el lienzo de la mañana. También revolotean ahora una pareja de palomas y un mirlo solitario, que parece no tener amistad con el resto. Las palomas resultan descaradas, no se asustan. En ocasiones, y aunque pueda parecer mentira, veo campear águilas imperiales, pues tienen sus nidos en los encinares próximos a esta Ávila mía que es ciudad, pero que está rodeada de bosques. Y otras veces veo águilas de menor tamaño, que buscan su presa, quizá alguno de estos diminutos pajarillos que vienen a verme; y si a eso añado el silencio reinante, la transparencia de la luz y del aire, me brota en las entretelas del alma una sensación horaciana, como de vivir en una aldea, aunque no sea así. Horacio está en el jardín y puedo conversar con él.
Los rigores de estos últimos días de julio le llevan a uno a salir a escribir afuera. A la sombra, evocando el frescor del agua, que en Castilla hay que buscarla allí donde se muestra el verdor de unos chopos o unos fresnos, quizá alisos, que indican una corriente de agua. Y en la mesa de trabajo está, además del ordenador portátil, sin cable alguno, un plumier con diversos útiles de escritura, un par de cuadernos, las estilográficas que utilizo a diario, y un ejemplar, en una magnífica edición relizada por Galaxia Gutenberg, de "Los demonios", con Dostoyevski, un libro que tenía ganas de leer desde hace mucho tiempo y que ahora se ofrece como un gozoso acto de lectura.
Quizá todos estos detalles no resulten interesantes para el lector, o tal vez sí, confieso que lo desconozco, pero quiero dejar constancia de ellos pues me parecen como brotes verdes en el árido mundo tecnológico en el que vivimos, siempre a distancia de todo, incluso de los otros, y en el que la prisa nos impide ver la belleza que se muestra ante nosotros, nos impide ver el silencio, reconocer el vuelo de una avecilla, cómo el sol dora las hojas de un madroño o cómo las rosas se siguen ofreciendo en el estío, regalándonos su hermosura y su presencia.
Dostoyevski nos interroga desde su novela a los lectores de hoy de forma cruda, pues nos habla de un mundo cambiante, en el que todo se vuelve líquido, como la modernidad que ahora vivimos, según nos cuenta Zygmut Bauman, en el que todo se viene abajo y surgen extrañas fuerzas nihilistas que nos llevan, cogidos del cuello, al matadero de la destrucción y de la nonada. Y no hay nada más peligroso que perder las creencias, pues ello nos hace olvidar el carácter sagrado que nos convierte en seres humanos y nos arroja al Leteo en el que solo somos mercancías.
He insistido muchas veces en que necesitamos regresar al silencio, como San José, que es el santo del mismo, y a guardar las cosas en el corazón, como María, en lugar de estar parloteando a todas horas en una cháchara inútil, rodeados de un ruido infernal que no permite que broten nuestros sentimientos verdaderos, nuestras necesidades necesarias, aferrados a la adicción a todo lo que el consumo nos presenta. Tal vez, entonces, descubriríamos que nuestra vida tiene sentido, que el río que fluye en nosotros nos lleva a desembocaduras más preciadas y agradables, que la muerte solo es una compañera de camino, nunca el final, y que el dolor que se nos ofrece por doquier es cierto que no lo comprendemos, pero acaso sirva para acrisolar el metal de nuestra resiliencia, que nos ayuda a no caer en el limbo de la cosificación.
Madre mía, filosófico estoy en esta mañana en la que la vida parece ir despertando poco a poco. Quizá como en el coloquio de los caballos cervantinos tendría que decir eso de "es que no como", y por ello me vuelvo metáfisico (y no puedo dejar de recordar ahora la cita latina que dice "primum vivere deinde philosophari", que viene a decir que primero hay que comer y luego teorizar), pese a que no es verdad, pues, puede ser que lo que nos esté ocurriendo es que a fuerza de adaptarnos a todo, a cualquier envase o situación, de tan líquidos como somos nosotros también, se nos ha olvidado lo que Cristo nos dejó dicho en el Evangelio de que "no solo de pan vive el hombre", pues hasta de Dios nos hemos olvidado y, claro, como decía Chesterton, creemos en cualquier elemento insustancial. También nos lo recuerda Dostoyevski, esta vez en "Los hermanos Karamazov", pues si no se cree en Dios, todo vale.
Creo que estas cuestiones no necesitan de una mayor explicación. Por mi parte, el resto de la mañana la dedicaré a seguir con la charleta que inicié hace un rato con Horario, harto interesante, a escribir algún poema, a la lectura, a recordar algún verso de Virgilio, quizá Fernando Pessoa, o de Antonio Machado, en estas soledades urbanas de Castilla, en la que hoy los rigores estivales vendrán en forma de una oleada de calor, como si el sol estuviese decidido a vengarse de todos nosotros. Pensaré en el agua y en los pájaros que me acompañan, me sentiré como el mirlo solitario, como el pájaro que vuela libre y no en bandada, como ocurre en el célebre poema del que fue mi amigo Jacinto Herrero Esteban, y miraré, desde la sombra, un pequeño retazo de calle, entre el seto que rodea la casa, para ver pasar, de vez en cuando, alguna persona que se atreve a salir a caminar pese a las espantosas temperaturas que se anuncian para la jornada.
La luz crece y me envuelve y me parece que es más fácil escribir, ir tejiendo versos, como hacía Penélope cuando esperaba la vuelta de Ulises, acaso yo esperando el regreso de Dios y de la poesía al mundo, el regreso no de los hombres huecos con las cabezas de paja, de los que hablaba T.S. Elliot, sino los hombres habitados por dentro, los hombres habitados por el espíritu de su Creador, gozosos de todo cuanto les rodea.
Fernando Alda Sánchez
martes, 21 de julio de 2020
Entre mapas
Ahora que se utilizan medios digitales para conocer el itinerario de un viaje que vamos a realizar he tenido la suerte de encontrar, arrumbada entre las estanterías de la biblioteca, una vieja guía de carreteras, editada por una conocida empresa del petróleo española, en cuyos planos he ido descubriendo anotaciones a bolígrafo de lugares visitados, de tiempos, de distancias, como un dédalo de niebla en el que habitasen tantos y tantos recuerdos que la memoria, sin trabajo alguno, va haciendo aflorar como si de agua subterránea se tratase.
Recuerdo que de niño me gustaba descubrir los lugares en los que las viejas acometidas de plomo se habían roto y el manar del agua dejaba como un pequeño surtidor rodeado de arenilla, acaso un volcán en miniatura, y te quedabas un rato allí, absorto, mirando el agua escaparse de la cárcel por la que circulaba, hasta que llegaban los fontaneros del Ayuntamiento y con la magia de un soplete de gasolina, que dejaba su olor acre y misterioso, y a mi me parecía como si el mismo Vulcano hubiese dejado su fragua para venir a reparar el desperfecto, quedaba restañada la cañería rota.
Algo parecido me ocurría también en la infancia, la de un chico de barrio de una ciudad de provincias, cuando tras una fuerte tormenta el agua discurría por algunos viejos regatos que había, en superficie, en las calles de tierra, sin pavimentar, y los amigos salíamos a construir presas, con piedras que encontrábamos y con arena, ramas y hojas, y esos embalses, que eran como los de escollera, nos servían para imaginar que tal vez algún día llegaríamos a ser ingenieros o algo parecido, mientras el agua turbia se remansaba y con nuestras manos construíamos el mundo.
Todo eso ahora es poco menos que imposible, en nuestra vida electrónica y asfaltada, y, acaso, son costumbres o imaginaciones que se han perdido, como hemos ido perdiendo el contacto con los mapas, con las brújulas, sustituidas por el GPS, con las cosas y con las personas, con los otros, que tanto miedo nos producen en ocasiones, pues quizá vamos perdiendo habilidades sociales, por mucho que ganemos otras que pertenecen al mundo de los ceros y unos con los que cada vez más se va conformando nuestra realidad.
Les aseguro que no hay nada como el consultar un mapa en papel e ir descubriendo nombres que se van enlazando en un camino lento pero seguro, como decíamos también cuando éramos pequeños y había alguno que despuntaba más que los otros en eso de ganar las alocadas carreras que echábamos en los largos días del verano, que tanto duraban bajo la claridad del sol y de las que regresábamos a casa cuando tu madre te llamaba desde la ventana para cenar. Proustianamente recuerdo ahora un mapa de Italia con el que un amigo y yo nos fuimos a la aventura para llegar a la ciudad a la que conducen todos los caminos, en un destartalado Seat 133 que aguantó como un jabato los 6.000 kilómetros que le hicimos sin pestañear siquiera, salvo los consabidos calentones del agua de refrigeración del motor, que ponía a cocer los garbanzos en cuanto subías con el coche una pendiente un poco prolongada.
Pero en fin, si alguien espera que me ponga apocalíptico con todo esto que cuento, no es esa mi intención, aunque la melancolía me corroe las entrañas como si de algún fuerte ácido se tratase, sin poder evitar que la nostalgia se apodere de ciertas partes del corazón, incluso de la materia gris del cerebro, y afloren, como el agua que decía antes cuando la veía huir de la conducción enterrada en el suelo, a tumba abierta estas memorias que, en definitiva, son las que nos sostienen, y ahora parecen el canto de un cisne que no encuentra casi a nadie a quien contarle estas memorias, por mucho que le hiervan en el alma.
Es como lo que ocurre con el servicio militar, con las historias de la "mili", que también quedan pocos con los que enhebrar la aguja del recuerdo para reír o ponerse triste un rato con todo lo que pasamos marcando el caqui en los cuarteles. Si lo sacas en las reuniones familiares, salvo algún cuñado de tu edad o tu suegro, todos te dicen que eres un pesado y que lo dejes, aunque yo les digo que todavía, alguna vez, tengo sueños con ello, como cuando regresa la pesadilla de que tienes que volver a hacer el servicio y un sudor frío te recorre la espalda como una maldición. Será por eso que dicen de que los españoles vamos llorando a los cuarteles y cantando a la guerra... Será.
Hoy los cielos no parecen limpios y amenazan tormenta. Por desgracia, si llueve y truena al final, en el transcurso de la tarde, que también se avecina larga, no podré salir a la calle a hacer una presa en algún reguero, y tendré que dejar salir al prado a la imaginación, que hay días que está trabada con la maniota digital que nos oprime y nos hace ver la realidad como desde lejos, sin estar de cuerpo presente, en una distancia de gigas y megas en los que se va almacenando nuestra vida, en algún remoto lugar que no controlamos, como si los recuerdos no nos perteneciesen ya, y fuesen de otros o de alguien que no sabemos, pues tal vez lo que vemos es un encantamiento, y lo que recordamos más aún, de esos que al bueno de Don Quijote le asaltaban en las soledades de La Mancha para solaz nuestro.
Es la edad la que nos engaña, el tiempo, que es nuestro mayor enemigo, más que la muerte aún, pues él nos conduce traicioneramente, con sus celadas y añagazas, hacia el pozo de las tinieblas, en ese sendero que es el último y que tanto miedo nos da recorrer. Por eso hoy no miraré el reloj, como hacemos en ocasiones con tanta insistencia, para no caer en la tentación de comprobar lo deprisa que pasa el tiempo y no me deje antes del momento preciso en brazos de la dama de nieve que regresa todos los inviernos como para querer aguarnos la fiesta a los hombres, tan entretenidos como estamos en pasar de puntillas por el mundo tocando un laúd y bailando y comiendo en banquetes y festines, en ese eterno carpe diem en el que vivimos.
Un par de mirlos han dejado sus trinos mientras se avecindaban en el seto del jardín, quizá buscando también el acomodo necesario para encontrar la sombra que nos libre de estos rigores de julio, que en este año bisiesto que tantas desgracias nos está dejando en el alféizar de la ventana, como si de unos Reyes Magos siniestros se tratase, parecen más desatados que nunca. Bueno, es que estamos en esa época del verano que en los calendarios se marca entre la Virgen del Carmen y el día de Santiago, que dicen es la época de más calor de todo el año, al menos en esta Castilla mía en la que ahora estamos en los meses de infierno. Hay quien prolonga este periodo hasta la Virgen de agosto, hasta la Asunción, y puede que esté en lo cierto.
Miro la luz y encuentro consuelo en ella, como para ir terminando este escrito que comenzó con un viejo mapa de carreteras. No perdamos la costumbre de asomarnos de vez en cuanto a alguno de ellos, incluso a esos otros más grandes en los que están pintados, además, los caminos que nos llevan a muchos lugares, algunos de ellos imaginarios, para que no perdamos nuestras esencias entre los cables de fibra y las redes wifi, pues, volviendo de nuevo al Quijote, en ellas no encontraremos aventuras ni ventas como la de Puerto Lápice, que siempre ha sido un nombre que para mí está lleno de nostalgias y de ausencias.
Fernando Alda Sánchez
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