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martes, 16 de junio de 2020

Los libros que vivimos



           Todo lector tiene en su  memoria y en sus adentros el rastro cálido de los libros que ha ido leyendo y, si los recuerdos mantienen vivo aquello que somos, los libros también contribuyen a ello; cada página, cada letra, cada palabra, como si de un suero vital se tratase. De forma especial ocurre ésto que digo con los libros que hemos vivido de forma más intensa y cuyo rastro nos ha dejado arrugas o cicatrices en el alma. Los rescoldos de estos libros iluminan más las estancias interiores que tenemos, algunas muy escondidas, y dan más calor y sirven, por supuesto, para encender otras hogueras, otros fuegos con los que seguir alimentando los inviernos que nos pueblan.

          Hemos vivido los libros y ellos viven dentro de nosotros, se asoman por nuestros ojos para ver lo que vemos, y respirar nuestro aire, el oxígeno que nos mueve, para continuar siendo semilla y promesa, la raíz que nos sostiene, junto a otras muchas raíces, que forman el entramado espiritual que hemos ido construyendo a lo largo de los años. En ese entramado, en ese cañamazo o urdimbre, se quedan prendidas las lecturas, las oraciones que hemos elevado desde nuestra nonada al Padre, los estados espirituales que hemos ido teniendo, nuestra amistad con Cristo, y otras muchas cosas, como la luz de una tarde de otoño o una imagen del mar embravecido, junto a cuadros, películas, canciones y músicas que, con el diario vivir y nuestra relación con el mundo, hemos ido atesorando y nos hacen crecer.

           No me gustaría hacer aquí un listado, con eso que se estila ahora de los cien libros de nuestra vida... tal vez no me atrevería a poner ni diez, pues la lectura es algo tan personal que no alcanzaría consenso suficiente entre aquellos que se asomasen a la relación y sería motivo de polémica o de desacuerdo y no están las cosas para más enredos. Cada quién tendrá para sí esos libros que digo y hará bien en conservarlos con mimo, entregándoles el cariño que se merecen.

         Por lo que a mí respecta tengo como muy valiosos muchos libros. De algunos de los cuáles he ido hablando a lo largo de este blog y no entraré en detalles. Como he dicho, para mis adentros se quedan. Ya irán aflorando a través de la escritura, que va revelando nombres y títulos, entre párrafo y párrafo, acaso entre verso y verso, que de todos ellos está hecho este blog, en el que como ocurre con las cerezas se entremezclan literatura y vida.

         Miro los libros en las estanterías de la biblioteca de casa y los distingo, se cómo se llaman y lo que tienen en su interior, me reconozco en ellos, en su tinta, en el olor de su papel, en sus entrañas, pues míos son, hijos de tantas y tantas horas como me he entretenido en ellos y con ellos, buscando otras realidades, el fulgor de la belleza. Y así están y estarán, llamándome a cada poco, invitándome, como no puede ser de otra forma, a salir a buscar a otros hermanos nuevos, algunos sin escribir aún, desde luego, tan solo en la imaginación de los que serán sus autores.

         Es la vida, que cuando va mediado junio y la primavera está para morir en brazos del verano, que ya llama a la puerta de casa con verdadera insistencia, sigue fuerte, como una ofrenda de lo que somos, testigos y actores, aquellos que nacidos del vientre de una mujer siguen buscando la felicidad en cada esquina, en mil caminos, con el afán confeso de encontrarla. Es el momento de las horas luminosas, de la celebración de la lectura, de los días que vienen largos, como sin fin, invitándonos al júbilo que es vivir.

Fernando Alda Sánchez



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