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miércoles, 24 de junio de 2020

Memoria del otoño



1


Arde el otoño en violentas

llamaradas, herido
de muerte
se desangra. Fuego
frío, luz
desoladora, mientras
los árboles iluminan
sanguinolentos y terribles
el esplendor ajado de los atardeceres.

2

Rostros ardiendo,
aparecidos,
rojos, ocres, luz 
vencida...
Álamos abatidos
que el viento
ya no volverá a mecer...
La vida no es la paz
de los cementerios,
aún no es noviembre,
y la sangre fluye,
desbocada,
por arterias intrincadas
y pasadizos secretos,
buscando,
como nosotros,
una abertura
por la que derramarse
y ser semilla,
sementera fecunda del alma,
del espíritu del silencio
que preside nuestro
olvidado funeral.
El otoño no es el término,
es la palabra,
el comienzo,
el ciclo que se consume
y reinicia en la pasión
de vivir, de estar viviendo.

3

El ocaso se vence entre las colinas,
vulnerado sol que en gualdas
y ocres se derrama.
Aún queda luz,
pero no son rescoldos,
ni pavesas,
ni siquiera tizones:
solo son cenizas que el silencio
borra y el viento 
esparce, en medio
de la desolación.

4

Triste otoño,
triste luz infinitesimal:
hogueras de muerte,
presagios e infortunios.
Un desierto tiene más vida
que estas jaulas que son
la prisión del alma.
Hogueras y cenizas,
jirones muertos del espíritu,
muerte y soledad.
Triste otoño,
robles hendidos por hachas
de fuego,
ígneos castaños agonizantes;
aparecidos en el límite
del camino, sombras
fantasmales,
esferas interminables
de acero brillante y gélido.
La lluvia lava el alma,
que se deshace. El sol
alumbra fugaz
los restos del naufragio,
tristes
restos
de muerte,
de torres del miedo,
ciudad terrible:
¿Será aquí mi destino?

Fernando Alda Sánchez





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