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sábado, 27 de junio de 2020
"¡Oh, Capitán, mi Capitán!"
La memoria viene encendida hoy y trae las ascuas que dejan los versos que escribiera Walt Whitman en uno de sus poemas más conocidos
"¡Oh, Capitán, mi Capitán!
Nuestro azaroso viaje ha terminado"
y que como no puede ser de otra manera son fundamentales en la película "El club de los poetas muertos", de Peter Weir, del año 1989, film que considero una obra maestra por muchas cosas, especialmente por la rebeldía que encierra, válida para los años 50 y para la actualidad, en la que creo también está en juego el verdadero sentido de la educación, que debe enseñarnos a pensar y a vivir, cuestiones ambas fundamentales contra todo dirigismo que nos quieran imponer desde el poder del Estado.
A fuego tengo grabada la escena final de la película, que no desvelaré para aquellos que no la hayan visto y que quieran hacerlo, cosa que recomiendo encarecidamente, por el coraje que hay en ella, por la generosidad, por la superación del miedo, por lo que tiene de resistencia frente a la imposición arbitraria, por el amor a la libertad que se respira en la misma, por las ganas de vivir que se ponen de manifiesto (en realidad en todo el film, al que no le falta su tragedia). Podrán encarcelarnos el cuerpo, pero nunca el espíritu, ni bajo las condiciones más terribles de encierro. Y buena falta nos hace siempre amar la libertad, el bien más preciado que los cielos dieron a los hombres, como decía Miguel de Cervantes. Tanto es así que por ella se puede y debe aventurar la vida.
El verano ha entrado ya con fuerza y recibimos su prodigiosa cosecha en forma de frutas, melocotones, sandías, albaricoques, cerezas, melones, nectarinas, paraguayas, que nos invitan a abrirlas y hallar su frescor en la pulpa carnosa que encierran. Es tiempo de voluptuosidad y de agua, de dejarse abandonar al amor del estío, que nos mece, quizá para olvidar los draconianos trabajos del invierno, que han ido dejando arrugas en el rostro y en los adentros.
Arde la luz y se derrama sin costuras sobre el paisaje y los versos de Whitman resuenan en las médulas, en las entretelas del pensamiento y uno no puede dejar de evocar su vida y de ver, como en un caleidoscopio, aquellas veces en que resistió los embates feroces del cautiverio, las ocasiones en las que los principios no dejaron rendirse al barro frágil del que estamos hechos, los momentos en los que tuvo que arrancar el coraje a las entrañas, como suele decirse, hacer de tripas corazón, y plantar cara a la adversidad o la injusticia.
Todo parece más nítido afuera, en el jardín de casa, como si los perfiles del mundo acabasen de ser dibujados de forma tan hiperrealista que se confundiese todo entre la realidad y el deseo de Luis Cernuda, que así tituló sus obras completas, en este ensueño de las horas que se desgranan tan despacio y que parece llegan yertas al anochecer, buscando el relevo que no vendrá hasta la mañana siguiente, pues lo oscuro habita, de todos modos, las moradas de la noche y solo podemos guiarnos por la luz titilante de las estrellas, que riela en nuestros ojos con un fulgor de siglos, de todos los pasos de los hombres sobre la faz rugosa de la tierra.
Y recordaré ahora, como he hecho al inicio de lo escrito, a uno o a muchos capitanes, a nosotros mismos, que supieron terminar su azaroso viaje y llegar, finalmente, acaso como Ulises, a su Ítaca, a ese lugar del mundo en el que permanece oculto y secreto el verso que será el epitafio que alguien dejará, como se dejan unos acianos, con melancolía o nostalgia, sobre la lápida que cubrirá la tierra que nos de sepultura.
Fernando Alda Sánchez
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