En la lluvia, la certeza
de los amaneceres de cal,
el manzano herido del otoño,
la lengua astillada,
esa perpetua sensación
de no encontrar un lugar
para caerse muerto.
Tal así la indigencia,
el helor de la intemperie,
un rastro de hambre
y veneno, puede que el esplendor
de unas viejas
macetas con azucenas
cuando en ellas espejea el sol,
y, otra vez, la lluvia,
como el origen,
que te besa con unos labios
de aires y zozobras,
siempre desde la sombra y la espera.
Fernando Alda
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