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Llueve a lo lejos y no recuerdas tu nombre,
si caído en combate,
descarnado en la rompiente
de las olas del tiempo,
allí donde todo se pierde,
en la certeza de haber dejado
escrito tu aliento en la piel
blanda de ese álamo
viejo que como un muñón
de sombra crece aún junto a tu ventana,
en el que los mirlos encienden
sus trinos cuando es primavera
y la vida quiere volver
a dejar en los patios de la noche
el aroma de su cántico de estrellas.
En el viento se esconde la belleza
de los instantes, el pétalo de una rosa
ígnea, rojo tizón, como de amor
abriéndose en una llama,
y se viste el espacio
con la nítida luz
de los mediodías que fuiste
olvidando
junto a las tapias de los cementerios,
cerezas en el alma
o un ciprés muy alto
que hiere
con su filo la piel núbil del recuerdo.
Hay sueños y esperas,
frutos que son de un otoño triste,
una ofrenda por lo que no ha de volver
y, sin embargo, no quiere irse.
Fernando Alda
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