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lunes, 17 de mayo de 2021

Querido lector, 25 / Caminos

 


             Querido lector:

 
              No siempre en la vida encuentra uno el camino que apetece, de tal suerte que, aunque sabemos que todos ellos conducen a Roma, se lían en cruces y encrucijadas y van dando vueltas, como entreteniéndose tal el agua en los meandros de un río, de tal manera que en ocasiones resulta complicado  llegar allí donde queremos ir, o no lo hacemos nunca, perdidos, las más de las veces, por encantamientos, obra de nuestra propia imaginación, enredados en zarzales y espinos, en los que, nadie sabe ni cómo ni por qué, detenemos la vista, la mirada, y la dejamos como abandonada allí, en esos vericuetos de ramajes y hojarascas, olvidados tal vez, sin sentir el paso del tiempo en nuestras sienes. Y de este modo se van los días, humo de paja entre los dedos, arena fría, con los vientos, que, sin nosotros advertirlo, siguen soplando en derredor nuestro, para nosotros como si tal cosa, como si estuviésemos escuchando llover en medio del océano, en el que parece que las gotas de agua no hacen ruido.

          Ésas y otras sensaciones son las que me visten el alma, y por eso te hablo de ellas, pues tengo la enorme necesidad de contar todo aquello que acontece en mis adentros, en los entresijos del corazón, que hoy, como en otras muchas jornadas, está poco dispuesto a aventuras, y apetece más de estar asomado a la ventana, en espera, sabiendo que alguien habrá de venir en su rescate, cansado como está de nadar y nadar y de no alcanzar nunca la orilla, que se ve parece  muy cerca, como una promesa, acaso una ofrenda, pero que resulta lejana y poco amable y, pese a que resulta necesario llegar a ella, pues de otro modo se corre el riesgo de perecer ahogado en medio del mar, o de un río caudaloso, con una fuerte corriente, resulta como si esa orilla fuese hostil, hosca en su aspecto, poco habitable para este náufrago que trata, tras la galerna que ha sufrido en un pobre navío, de recoger los restos que quedan en el desastre.

         Es como buscar pecios en las profundidades, tarea harto laboriosa y en ocasiones sumamente ingrata, pero que cuando ofrece resultados podemos decir que es gratificante, por las sorpresas y tesoros ocultos que nos regala, cuestiones éstas que nos producen alegría, puesto que somos buscadores, al menos con esa condición estamos hechos, aunque en ocasiones la vida acomodaticia y el hedonismo extremo, nos llevan a dejar de salir a los caminos y a enredarnos de este modo no en los laberintos de las veredas y sendas que puedan salirnos al paso, sino al duro banco de la galera que es el sofá de casa, en el que abandonamos, junto al polvo y la pelusa que crecen bajo el mismo, nuestras ilusiones y sueños, pues pensamos que estaremos mejor como el agua de los lagos, en lugar de la que corre por los torrentes y ríos, que busca el océano, oxigenándose, para vivificarse, sin preferir el agua estancada, que lleva a la putrefacción, al hedor, a la corrupción que destruye y asola, en medio de la devastación que es la guerra que mantenemos, desde el mismo momento en el que respiramos fuera del seno materno, hasta que la muerte se lleva todo por delante, como un vendaval, una riada, un golpe terrible con un mazo o martillo, descolocando nuestros planes, descolocando los alzados y perfiles que hemos ido dibujando, con evidente esfuerzo, en los croquis con los que pretendemos tener la seguridad que la vida no nos ofrece, pues no está hecha para eso.

          Vivir es así, tambalearse en la cuerda floja, descender por el filo de una navaja muy afilada, atreverse, olvidar las sombras del exterior que llegan a la caverna platónica, y salir a los caminos, aunque vengan liados, como las cerezas en una cesta, en ese dédalo que en ocasiones se nos presenta y en el que no sabemos qué itinerario tomar, pues puede que regresemos al punto de origen. En este caso es bueno saber que no es tan malo eso, que Ulises regresó a Ítaca, que cuando los años nos han ido venciendo regresamos a la infancia y que, aunque no parece es la primera que tuvimos, pues tenemos el alma coronada de nieve y de tiempo, sí lo es de alguna forma, pues recordamos, a lo lejos, aquello que fuimos, aunque no podamos acordarnos de lo que hemos hecho hace media hora. El tiempo y la memoria también son así de enrevesados, también tienen sus misterios y arcanos, y es necesario tener muy presente que no hay mapas válidos para adentrarnos en los recuerdos, sobre todo cuando son aquellos que habitan las regiones que transitamos cuando descubríamos el mundo, con los ojos rebosantes de asombro, y todo era nuevo de verdad, no como ahora, que vivimos de novedades recalentadas en el microondas.

        Pese a tanta niebla como encontraremos en el camino, lo importante es estar en marcha, admirar los paisajes que se nos ofrezcan, sin más pretensión que la de ir poniendo un pie tras otro, para no asfixiarnos en los círculos pequeños en los que nuestra falta de miras nos hace estar casi a diario, pues siempre es mejor volver a lugares en los que ya estuvimos, y más si nos resultaron agradables, que estar mirándonos los intestinos, por aquello de ver siempre nuestro ombligo. En ruta nos dejaremos mucho de nosotros mismos, aprenderemos otros asuntos, incluso ganaremos sentimientos que hasta ahora no poseíamos, y, aún a riesgo de terminar muy mutilados, hemos de saber que habrá merecido la pena, pues es mejor llegar herido a alguna parte que haber muerto de éxito en el periplo.

          Las flores, por desgracia, se mueren en los jarrones, pero nosotros hemos de morir en brazos del viento, con el deseo y la furia. Un abrazo que te acompañe hasta que vuelva a escribirte

Fernando Alda

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