Querido lector:
Nace hoy la luz del día con poca decisión, titubeando, como si no quisiera venir a quedarse. Entre las nubes el sol se esconde, lejano, presintiendo la dificultad. No parece momento, no obstante, para andarse con tibiezas, pues de lo contrario las rosas del jardín no acabarán por florecer y ya conoces cuánta alegría me dan, pues iluminan las soledades que habito, y me sirven de compañía, pues todos necesitamos estar acompañados, aunque sea por las cosas más humildes del mundo. Así lo decía José Jiménez Lozano en alguno de sus Tres cuadernos rojos, y así te lo recuerdo yo ahora, pues entiendo que a ti te ocurrirá lo mismo, que no sabemos estar solos, aunque lo estemos, y la memoria se nos enciende, como una hoguera vital en medio de la helada, para que podamos seguir viviendo.
Como puedes comprobar recobro la rutina esencial de escribirte con prontitud, para que la alegría que supone recibir carta, algo, por otra parte, ya totalmente en desuso, mantenga esta amistad nuestra en perfecto estado, pues ya se sabe que todo lo que se corrompe, o se deja corromper, acaba hediendo, como los cadáveres insepultos, y no es agradable encontrarse con ellos cuando uno trata de avanzar por el camino, intentando no perder de vista el norte, que en ocasiones las brújulas también se despistan y nos juegan malas pasadas, como se las jugaban al bueno de Alonso Quijano los magos y encantadores que estaban empeñados en torcer su vida y hazañas, para que no alcanzase la gloria. El peor de todos ellos fue, acaso, ese que se decía de Avellaneda, tal vez de ese pueblito del mismo nombre que hay en esta Ávila mía, como alguno supone, que escribió una vida apócrifa del hidalgo manchego con desigual fortuna.
Hemos de saber, si no lo sabemos ya, que la muerte es la gran enredadora en nuestras vidas, pues todo lo trunca y trastoca y, aunque no estemos hechos para ella, por mucho que se empeñase el filósofo Martin Heidegger en esta cuestión, la muerte está omnipresente en el devenir de los días, pues es nuestra mayor amenaza, aquella que echa por tierra todo, los sueños y las glorias, todas las pompas de este mundo, que se esfuman como humo de pajas entre la lluvia de verano, y nos dejan, tal vinimos al mundo, sobre la mesa de autopsias, que suele ser tan fría e higiénica como el lugar en el que se guardan, con ese olor a formol que tan desagradable resulta. Y ni el embalsamamiento nos guarda para la eternidad, pues ya sabemos que luego vendrán los saqueadores de tumbas, o los arqueólogos, y de todos es conocido el resultado de sus acciones, en lo que quedan las momias, en el mejor de los casos en la vitrina de un museo, que suele ser algo así como una mesa de autopsias, pero de diseño.
Estas cuestiones fúnebres o mortuorias le aterran a más de uno, pues le produce terror el acabar así, o con sus huesos fuera de la fosa, como juguete de los conejos y las liebres, o tal vez con la calavera en una estantería, en una caja de cartón, con un número, o en la fosa común de los osarios, cuando los cementerios, al cabo de los años, se colmatan, y es necesario llevar a cabo eso que se dice de forma tan racional, sin serlo, como es la "reducción de restos", que en principio suena bien, pero que deja, luego, más adelante, cuando lo piensas, un eco como de abandono y soledad, de acabar de cualquier manera en un hoyo grande, mezclado con otros, sin orden ni concierto. Te confieso que a mi me importa una higa, pues aspiro a algo más alto, que me trasciende, y no hace falta que al respecto te de más noticia, pues ya sabes en lo que creo.
Dirás que parece siempre me regodeo en estas cuestiones, pero ya sabes que para todo lo que tiene que ver con la dama de azul, como yo así la veo, soy muy barroco, y enseguida me pongo a funcionar de la mano de estos excesos, como ocurre, por ejemplo, en los cuadros de Valdés Leal, que no puedo quitármelos de la cabeza. Mejor nos iría, tal vez, si, como le ocurría a los generales de la antigua Roma, llevásemos en la cuádriga, al pasar bajo los arcos de triunfo, a alguien que nos recordase que somos mortales, que hemos de morir, memento mori, y que las glorias del mundo tienen fecha de caducidad, que es la nuestra, como si la llevásemos impresa en los genes. Puede que entonces el humo del incienso no nos cegase los ojos, y los tendríamos tan limpios y espercojados, como dicen en mi querida Almería, que viésemos el mundo de otra manera, sin necesidad de estar buscando de forma incesante, azuzados por la prisa, aquello que tanto nos daña.
Como en otras ocasiones, te dejo esta vez con estos versos de Konstantino Kavafis, que tanto sentido cobran en todo cuanto te he dicho
"Teme la grandeza, oh alma mía.
Y si no puedes vencer tu ambición,
con dudas y con cautela siempre
secúndala. Cuanto más avances
se más escrutador y precavido"
que tan hermosos suenan en la traducción que José María Álvarez realizó para Hiperión. El poema, que lleva por titulo "Idus de marzo" es en realidad para Julio César, pero nos vale a todos nosotros, pues no en vano el poeta nos dice
"...aléjate
de la gente que ante ti se arrodilla..."
acaso, como canta en otro poema,
"si vas a emprender el viaje a Ítaca,
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencias, en conocimiento",
más que en riquezas, añado yo ahora con licencia del gran griego, para que el alma, que habrá de viajar después a la vida eterna, vaya sin cargas inútiles, con la llama sagrada que nos alienta por todo equipaje.
Sigo procurando tu amistad, que necesito
Fernando Alda
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