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sábado, 10 de abril de 2021

Querido lector, 16 / El Patio de Monipodio

 


          Querido lector:


           Hay ocasiones en las que uno se encuentra con regalos inesperados que te llenan de felicidad. Son regalos muy especiales, que te salen al paso; regalos sencillos, humildes, pero llenos de esa belleza que enhechiza el alma, tal es su poder, la fuerza de su ensalmo. Están hechos casi a medida, para aquel que se atreve a buscarlos, que sea capaz de desvestirse de los ropajes barrocos que este mundo frenético y desbocado nos impone con tanta desmesura que ya nos hemos acostumbrado, y son casi como una sustancia dopante, sin remedio posible.  

            Si en algo me conoces, y creo que así será, te estoy hablando de lo que es la senda por la que han ido los pocos sabios que en el mundo han sido, como creía era así Fray Luis de León, o del menosprecio de corte y alabanza de aldea, de Antonio de Guevara, es decir, de un paseo por esta Castilla mía, alejado del mundanal ruido, del Patio de Monipodio cervantino en el que vivimos acosados permanentemente por la picaresca del ruido, del tiempo, de la sinrazón, por no citar la violencia que produce el no encajar en los moldes draconianos de la sociedad, del producto o del progreso, de la inmediatez misma vivida como una razón de estado que no nos deja ni respirar. El mayor ladrón de cuantos existen en ese patio, en segundo término tras la muerte, que nos arrebata la vida, es el tiempo, que nos la va robando de poco a poco, como la noria que vacía con sus cangilones el pozo. ¡Ay, el tiempo!

            Afortunadamente uno tiene amigos, de los buenos, de los de verdad, que te invitan a estos paseos, a pasar una tarde con ellos en medio de las soledades de Castilla, en plena Nada, buscando el Todo, acompañados tan solo por una buena charleta, por recuerdos de infancia, por un sol de primavera que encendía la luz a medida que iba atardeciendo, y por los campos de labor que ahora están hermosamente verdes, quién lo diría en Castilla. 

            Fue en Vita, un pueblecito de Ávila a orillas del río Zapardiel,  entre El Parral y Herreros de Suso. Probablemente no te suene ninguno de ellos, salvo que hayas visitado esta provincia con detenimiento, pero aunque parezcan poca cosa, en realidad son un tesoro, de esos de los que en muchas ocasiones no queremos descubrir o apreciar, como todos aquellos que pasaban por el camino y rodeaban la piedra, sin retirarla, en el célebre cuento, ignorantes como eran de que bajo ella estaba una inmensa riqueza.

           El campo se nos ofrecía, al grupo que paseábamos por los caminos abiertos, que, a buen seguro, también llevan a Roma y a todas partes, soñando, o como en una especie de duermevela, con la consciencia suficiente de descubrir esa otra Castilla de la que habla José Jiménez Lozano, tan llena de formas femeninas, tan verde, cuando llega la estación del júbilo, lejos de esa otra que nos describe la Generación del 98, llena de aristas y aceros. Era como descubrir otro mundo, volver a creer en el silencio, en las cosas auténticas, con la sabiduría que da el poder mirarse los adentros y descubrir la llama sagrada de la que estamos hechos.

         Me dirás, no sin razón, que en estos lugares resulta muy duro vivir, sin comodidades, sin apenas tecnología, sin servicios de calidad, casi sin gente. Es la España despoblada que hemos ido abandonando tras los cantos de sirena del bienestar. Quizá sea tarde, o quizá no, para reivindicar esta belleza y esta existencia, para exigir que la vida pueda ser posible sin demérito de estos pueblos, en los que aún se guarda como oro en paño a los muertos, a los que han sido y son raíces nuestras. No entraré en discusiones que me parecen estériles, pero no me cansaré de reivindicar los derechos de quienes aquí viven con tan poca esperanza y mantienen encendido el fuego que nos hace hombres. Que quienes tienen en sus manos la responsabilidad de que ese fuego no se apague, pues gobiernan en unas u otras instancias, tomen buena nota de ello. Si nada hacen, se lo demandaremos.

          La tarde estaba clara, y en la lejanía se apreciaba Fontiveros y no pude menos que acordarme de San Juan de la Cruz, que en estos pagos aprendería a buscar al Amado en medio del silencio, del paisaje mínimo, de los cielos altísimos y abiertos, en los que puede buscarse esa región tan transparente en la que habita Dios. Poco más lejos de allí, hacia Blascomillán y Mancera, está Duruelo, lugar escondido en el que Fray Juan hiciera, junto a Santa Teresa, el primer Carmelo descalzo de hombres, hoy convento refundado, por la Madre Maravillas, de monjas, también descalzas. Y la fuente del Santo. Y al fondo, hacia el este, la Sierra de Ávila, con sus piedras de granito roto y sus encinas, que no se doblegan.

         Por desgracia la amenaza del toque de queda, por la pandemia de coronavirus que tantos estragos nos está causando en todos los sentidos, nos hizo abreviar la estancia. De regreso visitamos el Santuario de la Virgen del Parral, para recoger un poco de sus aguas milagrosas, que tan buenas resultan para las enfermedades de la piel, de forma sobradamente probada, y rezar una Salve a la Virgen, que está deseando recibir visitas. Basta decir, Señora, aquí estoy, pues ella es Madre, y comprende, guardándolos en su corazón, nuestros desvelos.

        De verdad, no me hubiera importado perderme para siempre en aquellos lugares, misteriosos, atrayentes, simplemente para buscar, como otros han hecho, el rostro de Dios, pues tengo la certeza de que allí lo encontraré, y no en los retablillos en los que se representan nuestras desgracias, siempre en papeles descartables, tan secundarios que ni nos dejan hablar en esta gran obra del teatro que es el mundo. No negaré que el rostro de Dios, el de Cristo mismo, está en cuantos hermanos míos sufren aquí y allá, allí donde el poder y el dinero han sembrado sus negros huevos de dolor.

         Espero, y ya termino con ello, que para una próxima ocasión puedas acompañarme a uno de estos paseos. En Castilla y en Ávila hay muchos lugares así, en los que sin querer te pierdes en estos laberintos de belleza, en estos dédalos de seguridad y en los que, aún perdido, encontrarás la Verdad, la que existe, esa que el relativismo y el mundo líquido en el que vivimos nos han arrebatado a fuerza de no dejarnos ser nosotros mismos.

         Espero sigas bien, tuyo siempre

Fernando Alda


           

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