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lunes, 12 de abril de 2021

Querido lector, 17 / Como los espantapájaros



          Querido lector:


           Transcurren los días sin mucho acierto, entre los velos de la lluvia y el sol radiante, en medio de esa confusión  con la que la primavera nos despierta siempre del letargo invernal, quizá para que no nos acomodemos mucho y estemos preparados para el que vendrá con todos sus esplendores, como si de un rey o emperador antiguo se tratase, el verano. Quizá a ti te ocurra lo mismo, que estás también en esa especie de tierra de nadie en la que vienen alzándose los días, que están sin amo, deseosos de que puedas ponerles las bridas y cabalgar con ellos.

             Me recuerda mi buen amigo Cruz Herráez, que es de Vita y lector mío, desde luego, que en mi anterior carta se me olvidó citar a Mari Díaz, que allí nació en 1495; venerable, amiga de Santa Teresa, a la que conoció y comenzó a tratar en casa de Doña Guiomar de Ulloa, algo que yo sabía, pero que cometí el imperdonable error de no mencionarte, aunque en mi descargo diré que no fue intencionadamente, sino más bien uno de esos despistes míos que tan malas pasadas suelen jugarme. Asumo toda la responsabilidad. Mari Díaz, que está pintada en un cuadro en la Iglesia Parroquial de Vita, dedicada a San Sebastián mártir, sabrá perdonarme este desliz. A ella, que también supo encontrar en estas tierras abulenses el rostro de Dios, pido una oración por mi alma.

            Por lo demás, te diré que he comenzado a escribir un nuevo libro, con el desasosiego de siempre, con la llama de la melancolía que sigue prendida en mi corazón, en el que arde la memoria y deja unos rescoldos convulsos, ígneas pavesas que encienden nuevas hogueras, tal es su fuerza y su destino, como prometeicos brotes que incendiasen los tuétanos en los que duermen, aún arrecidos por los hielos casi perpetuos del invierno, en sus nichos de piedra, los recuerdos. Afortunadamente Cristo ha resucitado y su amor me incendia como lo harían las chispas del fuego en un cañaveral.

           La poesía me ayuda a no volverme loco, a no caer en la vesania de la rutina, a dejar de girar en la rueda del tiempo, absorto en mi propia pena. Quizá por eso escribo, para no olvidarme que soy un ser humano, con unas hechuras pobres, que suelen romperse fácilmente, como esos espantapájaros recosidos de cualquier manera, rellenos de paja, que podemos ver en los huertos o en el campo, que nos ofrecen sus miserias, sus adentros, el desasosiego eterno con el que están hechos.

           Los espantapájaros siempre me han movido a compasión, pues, quizá, yo me he sentido o me siento, como uno de ellos, a la intemperie, en mitad de la nada, esperando siempre que las inclemencias de las estaciones, se nombren como se nombren las mismas, no destrocen esa pobre efigie con la que han nacido. Quizá es que somos los hombres huecos que cantaba T.S. Elliot en su Tierra baldía y es el momento de recobrar lo que fuimos, de volver a conquistar nuestro origen, la llama sagrada de la que procedemos, el hálito de Dios que nos dio la vida.

             Recuerdo ahora estos versos de Novalis:

"Que ser entre los vivos
dotado de sensibilidad
ante los cuadros prodigiosos
que el espacio le muestra
alrededor, no ama
la gratísima luz _ 
Con sus rayos, sus ondas,
sus colores,
su omnipresencia dulce
a lo largo del día"

que vienen a recordarme la importancia de la luz en este mundo de ceguera, en estas tinieblas líquidas que nos envuelven y nos llevan a representar aquellos papeles que no queremos, como en una tragicomedia. Tal vez mi tocayo Fernando de Rojas pudiera muy bien incluirnos en alguna, para estar al lado de Calisto y Melibea, tan perdidos y pobres como nosotros.

         Como no puede ser de otra forma, con la luz te dejo, con la de Cristo, que en estos días brilla con más intensidad, y con la de esta jornada, que no acaba de decidirse, puede que como nosotros, por qué partido tomar. Así somos, tan indecisos y tristes, el pábilo de la velita que avisa de nuestra sola presencia en el mundo.

        Sea siempre bendecido tu nombre,  amigo mío

Fernando Alda



           

 

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