Querido lector:
Hoy quiero dejarme ir con el viento, tras su huella que se pierde entre las colinas, en el inmaculado e intenso azul del cielo, que se asoma transparente a estas alturas que habito, para que en este viaje imprevisto, que me llevará, por una parte, muy lejos, por medio del vuelo largo de la imaginación, y, por otra, simplemente hasta tu casa, como si a ella fuese a visitarte, sea capaz de encontrar consuelo y clemencia para mis tristezas.
No es mala compañía la del viento cuando se viaja solo, pues trae aromas de otros lugares, y en sus manos viene prendida la belleza que ha arrancado a las torres y a los árboles, a las cimas de las montañas y a las propias nubes cuando las mece. Trae presencias de caminos y encrucijadas, alzados de ciudades y estancias, mapas ciertos de los sueños, el fulgor de los atardeceres, cuando la luz se dora hacia el oeste, allí donde habita la nostalgia que regresará, tras el baño en las aguas profundas de la noche, con el alba.
El viento me trae poesía, formas de mirar y entender el mundo, lo que es real y lo que no lo es, pero existe, lo que presiento y lo que se manifiesta, los adentros de todo cuanto ante mi se yergue en cada lance que me ofrece la vida, como si del sexto sentido se tratase, ese que buscamos con tanto ahínco sin encontrar su presencia siempre, tal vez porque no somos capaces de buscar en los lugares adecuados, en el interior de los otros y de lo otro, en sus entresijos, en los tuétanos y en las médulas que están ardiendo de continuo, pues son la vida. Ese sexto sentido que es la poesía.
Me lleva como un río el viento, me deja jugar con las veletas, con las undosas melenas de los árboles, y en su corriente encuentro el viaje, el solaz que busco para mis ojos cansados, aunque limpios, que esperan mirar y comprender, alcanzar la belleza que se oculta, que se esconde, que amanece velada por nieblas de melancolía, por esos tules y sedas que en ocasiones envuelven las imágenes, las efigies, los torsos, el perfil de lo que es y va fluyendo, como en la cabeza de Heráclito, que así lo pensaba, aunque era un sueño de libertad, sin él saberlo, para escapar de
"... estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida"
como imaginaba Santa Teresa, pues lo que en verdad uno desea es que, como cantaba San Juan de la Cruz
"En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía"
el alma, con su llama sagrada, viaje hacia lo Alto, allí donde mora el Amado. Quizás el viento me pueda llevar hasta Él. Si quieres, puedes venir conmigo, pues la escala que conduce al cielo, y que viera Jacob en su sueño, está abierta, y los ángeles suben y bajan por ella, y tal vez me digan, nos digan, ¡ven! y podamos llegar, por un instante, que será parecido a la eternidad, a contemplar esas moradas transparentes, de Castillo interior, con alegría y arrobamiento, tal la Teresa que he leído y conozco, en Ávila, no la de Bernini, en Roma, o en la Noche oscura de Juan, en las llanuras de Fontiveros, el Todo en la Nada, pues "bien se yo la fonte que mana y corre", esas aguas que busco, tan difíciles de hallar, por ocultas, que son la vida eterna.
El viento me devuelve a lo que soy, ceniza triste, rescoldo que quiere volver a arder, pavesas enamoradas, el fuego eterno que arde en mis ojos, barro herido, un deseo de belleza y vida, el asombro. Y con estos dibujos te dejo por ahora, esperando tu carta, que parece te has olvidado de mí y no me has contestado a vuelta de correo. Acaso el desasosiego habita en ti y no es momento oportuno de lanzar campanas al vuelo. Dejemos que el viento, con su libre albedrío, nos ponga en camino, nos encuentre y disponga la mesa, como discípulos de Emaús que somos, tan cabizbajos vamos, que sueñan en la poesía y en los poemas.
Siempre a tu disposición
Fernando Alda
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