Entre los recodos del laberinto voy buscando las primeras sombras del otoño, las nieblas que serán en los ojos, el oro nuevo con el que se visten los árboles, como si fuesen el rey Salomón, en la esperanza de hallar otras melancolías con las que desterrar las ya usadas, las que el desasosiego ha dejando prendidas con alfileres en las lágrimas que se fueron con el verano.
Septiembre acaba de nacer y se mira en los espejos del que ya es el río viejo, el que acaba de pasar o está pasando bajo los puentes de la memoria, con los ocres que presagian las hogueras que serán preludio del invierno, la tensa espera de otros abriles que habrán de salirnos al paso, embozados, como el Maragato, desde su cueva, en Entrepuertos, en el camino que lleva el aire desde Ávila hasta Arenas, agazapados entre los hielos que crecen a la umbría de todos los desamores.
Pero aún es pronto para encender las piras funerarias en las que arderán el deseo y el estío, la ausencia que queda en el fondo del vaso recién apurado, en un trago largo que sabe a tardes interminables, a la serenidad de la noche, que siempre se abre, como una flor de estrellas, para ofrecernos aromas y soledades, mientras el tiempo se va alejando, diciendo adiós con la mano en la que tiene un pañuelo blanco que preludia el alba y es como una promesa recién estrenada, que sabe a lunas y a algas.
Nada me impedirá que la nostalgia vuelva a anidar bajo el alero del tejado que me cobija de la intemperie del mundo, al tiempo que los madroños se irán anaranjando como frutos tardíos de los sueños que se van cumpliendo poco a poco entre las sienes de plata vieja y nieve nueva de mi cabeza.
En el jardín de casa apenas me visita ya nadie, ni las avecillas que deberían quedarse cantando si yo me fuese, pero permanece el eco de la tertulia, de las charletas con esos ilustres amigos que de vez en cuando vinieron a verme entre julio y agosto, de Virgen a Virgen, con el calor, Fran Juan, Teresa, D. José (el escribidor), Keats en ocasiones (muerto ya de consunción, de tristeza), y Fernando de Rojas, o los Migueles, el de Cervantes y el de Unamuno, acompañados por Virgilio, por Quinto Horacio Flaco, que me recuerda los principios de su "Ars poetica", y todos ellos, y otros tantos, con los que también ando en amistad, volverán a habitar las neblinas cinerarias que serán acomodo de la cellisca y del cierzo, cuando ya sea invierno y apenas mantengamos encendidas las ascuas necesarias de la respiración.
Cae la tarde, mientras esto escribo, en la tierra de nadie de los recuerdos, y el sol sigue dorando, con la luz más transparente que es posible tener, el papel que soporta el trazo titubeante que el pulso imprime a la estilográfica que hoy estreno, y que me regala su olor de roble ahumado, como si de una bendición se tratase.
Este "Diario de desasosiegos" vuelve a cobrar vida, como mis desvelos, en la esperanza de saber que otras son las sendas que habrán de recorrerse, siempre en soledad, para llegar a Roma o a Nínive, a esta Ávila mía, y tuya también, si me leyeres, que nos aguarda desde sus torres como si de Ítaca se tratase, allende el mar de todos los mares, para que podamos pronunciar el verso de Walt Withman "¡Oh capitán, mi capitán, nuestro azaroso viaje ha terminado!" y así dejar la puerta entreabierta a lo que será la esperanza, la calandria enamorada que nos espera entre las alamedas y la voluntad.
Fernando Alda
No hay comentarios:
Publicar un comentario