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viernes, 9 de septiembre de 2022

Diario de desasosiegos, 4 / Entretiempos

 


      Todo tan cerca, el otoño en las sienes del día, esperando que las nubes se asomen a los estanques, que los árboles comiencen a cubrirse de oro y de desmemorias, como si fuesen desvistiéndose muy despacio, para taparse luego con la mortaja del invierno, y abrazar la tierra, en la espesa penumbra  desde la que enero irá besando la fría plata antigua de la nieve.


      Me gustaría escribir una "General Historia del Desasosiego", pero me faltarían las fuerzas y los volúmenes suficientes, desde el lejano atardecer perdido en la noche de los tiempos en el que el ser humano comprendió el alcance de la muerte, hasta ahora, en ese viaje de desvelos que es nuestro paso por el mundo. Cuántas hogueras desde entonces, cuántas cenizas que la lluvia ha ido lavando, arrastrando, impregnando bajo los párpados, con nuestras lágrimas,  en los iris cansados de ver, en las huellas dactilares del agua y de lo que somos.

      Mas no quiero caer en esas y otras melancolías. Hoy solo aguardo los esplendores del otoño, del entretiempo, como el que se cambia de abrigo. Qué maravillosa palabra es la de entretiempo para referirse a las estaciones intermedias, aquellas que no se presentan tan nítidas o intensas como lo son el invierno y el verano, es decir, aquellas otras estaciones en las que puede hacer calor o frío a la vez, cuestiones éstas que afectan a la ropa que uno ha de ponerse, y por eso se hace un abrigo de entretiempo, o una chaqueta, por ejemplo, que consuele los efectos del clima sin agobiar, o que impida un resfriado, por exceso del grosor de su tela o por falta del mismo. Eso pasa, o pasaba, en Ávila, en la que tan cerca vivimos de los cielos abiertos, y en otros lugares, en la que se marcan las cuatro estaciones del año con los límites claros, aunque no siempre se acierta bien, es verdad, y puedes pasarte de largo o quedarte corto, en cuestiones de frenada y de vestimenta, y sacar antes de lo que es necesario y justo la ropa inadecuada para el entretiempo.

      Las hermanas de mi madre, que eran modistas, un hermoso oficio que parece haberse perdido en las fauces del Moloch o del Leviathan de lo industrial, se lo explicaban bien a las clientas que acudían al taller de su casa. ¡Qué recuerdos de infancia! Y uno quedaba fascinado por el entretiempo, sin saber muy bien lo que aquello significaba, pues, no había, para nuestros ávidos oídos, más explicaciones que esa palabra, dada la complicidad entre modistas y clientas. Y ahora me parece, tras haber sentido el mismo efecto que el personaje de Proust con la famosa magdalena, en mi caso al evocar patrones y tizas de marcar las telas, que este concepto también puede aplicarse a la vida misma, en la que estamos en esos periodos en los que las fronteras de la verdad se diluyen amarga y peligrosamente, como ocurre con esas épocas históricas que se llaman de entreguerras, y que parecen tierra de nadie, tal lo que ocurrió entre las dos guerras mundiales pasadas, en la primera mitad del XX.

      Suelen ser tiempos de penumbras, de dolor sordo, de desconfianza e incertidumbre, de espera siempre, como los personajes que aguardan a un autor para cobrar vida luego sobre las tablas de un teatro, o de un retablillo de títeres o marionetas, tal el de Maese Pedro, que tanto disgusto le causó al Caballero de la Triste Figura. Bien triste parece, en ocasiones, la nuestra también,  empeñados como estamos en representar lo que no somos y en creernos, acaso por razón de encantamiento, una cosa muy distinta de lo que Dios ha soñado para nosotros desde antes de que alumbrásemos a la vida. Luego vendrá la muerte, que iguala al ras por arriba y por abajo, para poner las cosas en su sitio, sin nosotros darnos cuenta, pues estaremos, como las damas y caballeros  que pintara tan magistralmente Peter Brueguel el Viejo, a los que la guadaña sorprende en pleno banquete, festejando, en su eterno carpe diem, y se los lleva y arrastra hasta donde no quieren ir. Siempre me fascinó esta pequeña escena, en la que todos estamos, pintada en la esquina inferior derecha del "Triunfo de la muerte".

     ¿No nos ocurre a nosotros ahora algo parecido, en estos días, con la guerra rugiendo en lo que creíamos eran los confines de Europa, pero que ha terminado siendo la puerta misma de nuestra casa por los efectos que estamos comenzando a sentir? Puede que, sin saberlo, se estén asentando los primeros pilares, junto a la pandemia que seguimos padeciendo, de lo que será el futuro, mordido por el miedo, sin nosotros saberlo, como cuando los germanos, en el bosque de Teutoburgo, destrozaron a las legiones romanas de Varo,  y que pudo ser, como ha escribo Jon Juaristi, la primera piedra de lo que es Europa, aunque resulte paradójico creerlo.

    En Ávila tenemos la que se denomina zona de "entrepuertos, entre los de Menga y El Pico, un lugar extraño, solitario, entre alturas, en la que discurren el Alberche y el Piquillo, pues van al encuentro, y que se confunden desde la carretera que lleva desde la capital de la provincia hasta Cuevas del Valle, Mombeltrán y Arenas de San Pedro (y continúa luego hacia Córdoba, nada menos), una tierra elevada, desolada, misteriosa, en la que es posible soñar y acercarse a Dios, en esos cielos irrepetibles que solo existen en Ávila.

    La civilización, o parte de ella, nació entre el Éufrates y el Tigris, entrerríos, en Mesopotamia, con los sumerios, que, pudiera haber sido, también se sentirían en ese tiempo que parece la vida y hubieran decidido fundar las primeras ciudad, Ur, de la que recuerdo a Sara, tal como la describiese en su delicioso librito José Jiménez Lozano. Sara de Ur, la de la enigmática risa, que es la de todas las mujeres, que se ríen, maravillosamente, sin reírse, o negando que se ríen, mientras están riendo. Cosas de ellas, que solo ellas saben por qué, y que tanto desasosiegan a los hombres, como le ocurría a Abraham entonces.

      En estos entretiempos me voy enredando hoy, como sin quererlo, como si flotase yo mismo en el Mar de los Sargazos, que también me pareció siempre un lugar enigmático, como la risa de las mujeres, tal Nínive, o Ávila, o puede que Troya, o alguna de las ciudades que Alejandro Mago, a lomos de Bucéfalo, fundó en su galopada hasta el Indo. Pero he de regresar a las certezas, de las que nunca debí alejarme, al taller de mis tías, en el que jugábamos mis primos y  yo (supongo que mis hermanos mayores también) una vez que había terminado la larga jornada de trabajo, especialmente con o en la mesa en la que se cortaban y planchaban los trajes y vestidos, y que para nosotros era una tabula rasa en la que escribir un relato, como una ínsula que nos permitía evadirnos del entretiempo y de todas las zozobras infantiles, mientras los adultos hablaban, especialmente las mujeres, junto a la abuela, alrededor de un brasero, arropadas las piernas con una manta, maravillosa y única, hecha de retales, a cuadros de colores, que a todos cobijaba de la cellisca y del helor, y todo era posible entonces, mientras la gran mesa de trabajo, a la que nos subíamos a su tablero o bajo la que nos escondíamos, podía ser para los más pequeños una locomotora (por aquello del abuelo ferroviario que tuvimos) o las bodegas de un barco (sin que al respecto sepamos de noticias ciertas de algún pariente marino).

     Y luego el regreso a casa, que no estaba lejos, ya de noche, en la soledad de las calles vacías, a cenar y a esperar una nueva jornada, como espero ahora, o dentro de unos días, cuando ya sea otoño de verdad, y no solo sus síntomas, la esperanza, la alegría de vivir, de estar vivo, y de recordar, de saber que uno tiene raíces, rescoldos que le mantienen vivo y que no está como en tierra de nadie, en el paralelo 38º, el de las dos Coreas, aguardando la paz que el armisticio no trajo, como esperando la nada.


Fernando Alda

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