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lunes, 27 de junio de 2022

Diario de desasosiegos, 1 / Zarandajas

  



A  MODO DE PRESENTACIÓN

Inicio hoy esta nueva serie de reflexiones sobre la literatura y la vida, bajo el título común de "Diario de desasosiegos", quizá siguiendo el libro de Fernando Pessoa, mi homónimo, o de alguno de sus heterónimos, acaso Ricardo Reis, en el juego cruzado que permite la niebla que envuelve a toda creación, que busca la luz, los lectores o el espectador, en la maraña en la que suelen venir los asuntos humanos, que no me son ajenos, tal vez como las cerezas o los zarzales, entremezclados, intrincados, siempre en el laberinto que es toda vida, de la que queremos escapar buscando, tal vez, al menos algunos, la Eternidad.


ZARANDAJAS


      Siente ganas el poeta de escribir sobre lo que concierne a los adentros, pero no acierta a encontrar un título adecuado que sirva de encabezamiento a lo que, de todos modos, puede considerarse un ejercicio de reavivar rescoldos en la memoria, que fluyen por medio de una oculta melancolía que llama la atención de sus lectores, al considerarse tristeza, aunque el poeta no se cree triste, sino más bien melancólico, que no es lo mismo, al menos en la certeza de quien esto escribe.

      La distinción es imposible de establecer, pese a que el poeta no duda que pueda hacerse, pues se trata de una cuestión de sentimientos, acaso porque la tristeza puede mover a las lágrimas, mientras que la melancolía es solo un estado, intenso, del alma, que nos hace ver el mundo, y cuanto en él existe, con otros ojos, acaso tras un filtro de lluvia.  El poeta no se perderá en estas inextricables malezas, y deja el discernimiento para aquellos más doctos, tal vez más pacientes, y más sabios, pues él no busca la sabiduría, sino el esplendor de la misma, como el de la hierba, el del poema de William Wordsworth, que se titulaba "Oda la inmortalidad", y que el poeta tanto admira.

      En estas disquisiciones está enredado, que parece cuestión de encantamiento, como si de un Amadís se tratase (acaso Tirante), por lo que ya no sabe si firmar las entradas del diario como alguno de sus heterónimos, tal Fernando Pessoa, al que tan unido se siente, o si debe llamar a estos escritos diario de desasosiegos, por los que siente como el lisboeta, o elogio de la melancolía, imitando a Erasmo, el de Rotterdam, salvando el símil de la estulticia, aunque, a fin de cuentas, todo será resultado de una batalla incruenta, que dejará un paisaje de papeles en pedazos y letras muertas, sangrantes, sí, pero de tinta y poco más, nada que no pueda resolverse con alguna palabra en cabestrillo y algún ungüento famoso con el que restañar heridas, que pueda aplicarse a la sombra de los hondos zaguanes de esas ventas que nos salen al paso, Puerto Lápice, del Hambre, o de las Ánimas, o de cualquiera que pueda hallarse en este largo y fatigoso Paseo de los Tristes que lleva a la desmemoria y que es la vida.

      No sabría decir el poeta a quién pertenecen estas reflexiones, si le son propias, o bien han venido, prestadas, con el viento y se han enredado en las veletas del alma, que giran, en su herrumbre, con cierta dificultad, y espera que la misma sea pasajera, mientras ahora es mediodía y el sol va abriendo oscuridades, como el que abre las ventanas de las alcobas más ocultas, aquellas que casi nunca se airean, y va perfilando las rosas que en el jardín crecen, ajenas al tráfago del mundo, en la plenitud del círculo y de la espera.

      Es obligado decir que el poeta mantiene encendida su velita, día y noche, en este su peregrinaje hacia la Eternidad, para decirle a Dios, que está esperándole siempre desde la umbría de las ermitas más escondidas de esta Castilla que es suya también, que sigue buscando, esperando, con las puertas de su corazón abiertas, engalanadas como de boda, para que el Esposo entre y habite esas estancias de sueños y niebla en las que va entretejiéndose la vida, que es una urdimbre, y sus desconsuelos.

       El poeta, además, se compromete a ir desgranando éstas y otras cuestiones que tan hondo nos atañen, pues, a buen seguro, irán surgiendo al amparo de las revueltas del camino, como lo hace el agua entre breñas y peñascos, para mantener la llama sagrada de la que estamos hechos en permanente vigilia, tal un centinela en la noche, en la que van abriéndose estrellas, o los ojos de los arcángeles, como si el firmamento acabase de despertarse por vez primera, en el alba de la Creación.

       Horacio ha venido esta mañana al jardín de casa (éste ya luce espléndido, con la calma del estío) para quedarse. Él sabe por qué y, yo, también. Estaremos en conversación sobre el arte de la poesía, ahora que tan sucia y rota parece, tan malherida y desportillada, y, tal vez, sobre otras zarandajas que nos conciernen, que, pese a su poco valor, ayudan a ir pasando los días y sus desvelos.


Fernando Alda




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