Hay nieblas tan persistentes
como el dolor. Decimos:
la Luna es el ojo de la noche,
siempre, o casi siempre,
está ahí, observando,
¿por qué nos mira?
Y sin embargo, no nos ve,
ni sabe de nuestra zozobra.
El dolor persiste como la niebla.
Decimos: el Sol es el ojo de Dios,
aún cuando se oculta
en el rotar de la Tierra,
conoce. Siempre espera,
siempre ama, siempre sus brazos
están abiertos para siempre.
Y tras la niebla, el Sol,
resplandor que alimenta
el mirar del espíritu,
el translúcido grosor
de sus honduras. Decimos:
ni niebla, ni Luna, ni dolor,
solo luz, todo alma.
Fernando Alda
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