Hoy el hielo perfila la melancolía. El corazón, en zapatillas de estar en casa, apenas se atreve a latir, aunque otro fuera su deseo. En los cristales de la ventana se enciende una nostalgia de ojos tristes. Y en el jardín los árboles son solo una silueta que se recorta frente a la pobre luz del día.
Decía Miguel de Cervantes, por boca de Sancho, que "el año que es abundante en poesía suele serlo de hambre" tal vez por aquello sobre lo que dialogan los caballos en el famoso poema, eso de que uno de ellos está metafísico, y debe ser por que no come. Bien sabía Don Miguel de penurias y cárceles, de hambre física y del hambre del alma, que en ocasiones es peor, pues no encuentra un mendrugo con el que saciarse.
Entre la poesía y el hambre, del brazo de la muerte y de la soledad, se nos está yendo este año 2020, que tan hoscos y desabridos recuerdos nos deja, a quien más, a quien menos, con los rigores a los que nos ha sometido. Es inútil hacer pronósticos por el que vendrá y, acaso, sea mejor estar callado, o hablar bajito, como Fray Luis de León, "decíamos ayer..." no sea que las inquisiciones, de todo signo, se despierten y nos deparen nuevos jinetes del Apocalipsis.
En medio de tanta desgracia, de la melancolía con la que nos regala el invierno, que nada tiene que ver con esa otra tan dulce que nos dejó el otoño en los labios de la memoria, puede que con sabor a vino nuevo y a castañas asadas, uno añora la libertad, que "es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos", como parecía cantar desde los baños de Argel el de Alcalá, y en medio de tanto estado de alarma, es quizá lo que más estamos deseando, un beso, un abrazo, una canción o un poema, una simple caricia, para resarcirnos de tanta amargura y tanta tiranía a la que nos tienen sometidos a cuenta, en ocasiones sin razón aparente, de la pandemia.
Sancho era el hambre en las tripas; Don Quijote, el hambre del alma. En ocasiones ambas se nos juntan en singular acomodo, pues no de otra cosa estamos hechos, de barro y de espíritu, de agua y de fuego, y las pavesas se nos pierden en los caminos como quien va penando sus amores y desconsuelos, el desasosiego atlántico y lisboeta de mi tocayo, Fernando Pessoa, que eligió sus heterónimos tal vez para no ser él mismo, para no parecerse a él, tras haberse asomado a algún abismo.
Los poetas somos muy dados a estas cuestiones, me refiero al hambre del alma, que se nos va la vida en estos guisos, pero, al menos, tenemos el consuelo de ponerle nombre a esos desvaríos en los que en ocasiones se nos mete el corazón, que es el espejo del alma, cuando no hace caso a la cabeza y lo que tenemos que pensar es en aliviarnos con una buena olla podrida o un sustancioso cocido, los que, sin querer, nos producirán algo de beatitud pasajera una vez hallamos dado cuenta de ellos. Y tal vez se acaba la metafísica, al menos por un tiempo.
Ahora que estoy inmerso en estas soledades cervantinas, en mitad de la llanura inmensa, que viene a ser como el mundo todo, aunque en el fondo y por derecho no es más que un retablillo, mi deseo es mantener encendida la candela, el candil, acaso un quinqué, una velita, para seguir diciéndole a Dios que sigo aquí abajo, en el valle de todas las lágrimas. Puede que en eso estemos todos, aunque hemos tenido la suerte de que la Luz que viene de lo Alto se ha encendido entre nosotros, en Belén, y eso es un gran consuelo para momentos de tribulación, en los que conviene no hacer mudanza, como nos recuerda San Ignacio de Loyola.
Lo dejo, por el momento, que parezco, como le decía Don Quijote a Sancho, un "muy grande hablador", con tanta retórica como pongo al uso, tal vez por tratarse de "pólvora del rey", que no hace mella en el bolsillo propio. Me basta, por tanto, con un rescoldo, entre las manos, para saber que sigue habiendo esperanza y que lo que tenga que venir está en manos de Dios, que es más grande y me sostiene.
Fernando Alda Sánchez
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