Buscar este blog

martes, 21 de septiembre de 2021

Cartas al lector, 40 / Otoño

 


          Querido lector: 

           Desde hoy el otoño ha comenzado a vestir los días y los bosques, aunque será en noviembre cuando se ponga de largo para asistir al baile de la extinción en el que ya van sonando las primeras pavanas y gallardas, toda la chacota, mientras nos quedan sus frutos tardíos,  su undosa cabellera de hojarascas, la lluvia en los tejados y las frondas, como esa espesura que viaja a través de la niebla y deja semillas de tristeza y llanto en las colinas, como un velo solo roto por los ocres y amarillos del fuego y las hogueras en las que arderá el verano tal una ofrenda cineraria, ya agónico y exangüe, entregando sus últimos alientos, que se prolongarán en estertores, hasta diciembre, cuando venga la nieve nueva, que ya hemos presentido, largamente, en el hielo nocturno, que tensa el firmamento y lo hace más oscuro y profundo, más hondo dentro de su hondura, y deja ver otras estrellas, que no hemos nombrado, y nos parecen nunca vistas, allá, a lo lejos, en los balcones de la noche, en la inmensidad de las galaxias y nebulosas, anunciando, acaso, mediante los cometas que veremos, que el frío viene de más lejos, de más allá de los polos terrestres, de la boca negra del espacio, de lo que no vemos, de nuestro corazón indiferente, tal vez, y todo se nos vuelve demasiado grande, y por eso encendemos una velita y una oración, para que Dios sepa que estamos aquí abajo, tiritando, y es entonces cuando tomamos conciencia, en verdad, de que el otoño es un aviso, un preludio, de que la muerte es y vive al lado, y que puede llevarse cuanto se alza en el mundo, incluidas nuestras pompas y orgullos, nuestros desvelos, toda nuestra soberbia, y los tronos y cetros, y el poder, y la vanagloria, como en esos cuadros barrocos que pintara Valdés Leal en el Hospital de la Caridad, fundado por Miguel de Mañara, en Sevilla, en el Barrio del Arenal,  en los que la dama de azul, como a mí se me representa, se lleva todo con la guadaña que enarbola, tan amenazante y peligrosa, y es todo una nonada, la brizna de heno del salmo, lo que somos los hombres, pese a nuestras representaciones y teatrillos, siempre  huyendo de la verdad, de los mismos espejos, en los que se refleja nuestro rostro auténtico, un calco de nosotros, como somos, humo que se desvanece, neblinas en el aire, una sombra etérea que busca una pared en la que dejar su rastro, puede que la pared del patio de atrás en el que vamos guardando los recuerdos y ensoñaciones, las melancolías que trenzan nuestra urdimbre, como los vencejos cuando vuelan, sin chocarse, en los lienzos de la Muralla de Ávila, todos los veranos, hilvanando el aire de vuelos y trinos, y, de nuevo, entonces, regresa todo a mis ojos, como si volviese de un largo viaje en el que he estado entretenido todos estos años, pero que se ha pasado en un suspiro, así le ocurrió a San Virila, en Leyre, como el que entregamos cuando morimos y hemos acabado de llegar al mar, nos recuerda Jorge Manrique en esas coplas tan tristes que escribió a la muerte de su padre, ya todos en el mismo rasero, pues la huesa vino a igualarnos, como hace el tiempo, que también tiene su segur, afilada y peligrosa, para ir royendo, sin misericordia alguna, nuestros pedestales, los andamios y apeos con los que hemos ido sosteniendo la vida, que se nos escapa como arena o agua entre los dedos, sin darnos cuenta apenas, como el río que somos, tan impetuoso en el manantial del que brota y luego manso, cuando siente el océano cercano, o el río más grande, y puede que en ese instante en el que tenemos conciencia de la muerte, de que hemos nacido para morir en nuestra forma mortal, pero para seguir viviendo en las manos de Dios, que nos acoge en lo eterno y esencial, pues ha dejado en nuestras almas la simiente que nos induce a buscarle, es cuando somos nosotros, es decir, cuando somos hombres, esas pobres barcas que zarandea el temporal, mar adentro,  cuyos restos va dejando rotos en playas incógnitas, en piélagos inexplorados, en los mares del sur que tan lejanos se encuentran, aquí un mástil, allí el timón, como despojos de una batalla que está en continuo, un combate interminable, en el que vamos quedando mutilados, tal la mañana que se ha abierto hoy, como un mazazo, llena de brumas que ocultan el sol, que parece no ha de salir, pues así lo desea, y siento esa congoja en el pecho, pues el ánimo está pidiendo a gritos un lenitivo, un bálsamo eficaz, algo de luz, aunque sea última, para afrontar el día y lo que habrá de venir con las horas, que no tiene nombre, ni ofrece señas de filiación, de tan desconocido como me resulta y es, siempre a la espera, pues así estamos, con los ojos muy abiertos, en un asombro perpetuo, por más que creamos saberlo todo, pues no saben ni los que dicen saber, ya lo sentenció Sócrates, en aquellos tiempos primeros de la Filosofía, y con ello me quedo, acaso, puede que también, con la linterna de Diógenes de Sinope, al que ahora veo en el fascinante cuadro en el que lo pintara, con un farol, Jean-León Gerôme, dentro de una tinaja, rodeado de perros, como el otoño, que está rodeado de misterio, y en Ávila encenderá, en unos días, las copas de los álamos, de los chopos, en llamaradas que me recuerdan a los aparecidos bajo la cortina gris de los aguaceros, y será entonces, cuando los Cristos de septiembre, desde la penumbra de sus ermitas, me hablen al oído, para decirme que no estoy solo en estas soledades de mi vida y de Castilla, que ahora me envuelve, pues la mano del Crucificado va sosteniendo la ruina que soy, ruina que ahora alcanza a perderse en los esplendores del otoño que acaba de comenzar, con tanto ímpetu, como el de un jinete del Apocalipsis, para buscar los frutos serondos, las nueces, las manzanas, las bellotas, las uvas, las aceitunas, las castañas, tal tributos o sacrificios, que abrirán las despensas y los trojes, los lagares y almazaras, el algorín, y serán alimento y esperanza, pues encenderán la alegría de los hombres, que los esperan para las largas noches de los largos meses del invierno, cuando la vida se ha encogido en su propio letargo, buscando luego renacer, puede que como la voz, que hay ocasiones en las que se nos apaga, cuando nace el llanto desde nuestros adentros, por el dolor y la angustia que sentimos, que viene de los veneros más escondidos, de las minas de la antracita o el lignito que crecen en las zonas de sombra que tenemos en el corazón, cuando, como recordaba Alberti, las palabras no nos resultan útiles, y solo podemos llorar, tan desconsoladamente, desde la herida y el desgarro, que parecen no cicatrizarán nunca, de tan grandes como son, de tan abiertas y purulentas como están, y necesitamos un asa, aunque esté al rojo vivo, rosiente, a la que aferrarnos en la lid diaria, aquella con la que nos levantamos todos los días, pese a que no tengamos fuerzas, pese a que la tierra se nos hunda bajo los pies hasta los abismos o los infiernos, pues hacemos de tripas la fuerza necesaria para seguir alzándonos, como ahora parece que la luz quiere venir a estas oscuridades desde las que escribo, amparado por nostalgias y rescoldos de lo que fue,  por aquello de no perder nunca la esperanza, tal así estamos hechos, de alegrías que vendrán, alguna vez, a iluminar los ojos, que van cansados, mortecinos de tanto mirar al sufrimiento a la cara, para decirle que basta, que se aleje, que no se quede a vivir en nosotros, como parece que así es las más de las veces, pues queremos encontrar otros senderos que nos alejen de esta tierra de penumbra en la que estamos instalados, a la intemperie más atroz, desarmados, sin avituallamiento, puede que cautivos de nosotros mismos, para alcanzar la Gloria y ver, por fin, el rostro de Dios.


         Tuyo siempre


Fernando Alda


No hay comentarios:

Publicar un comentario