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miércoles, 29 de septiembre de 2021

Cartas al lector, 41 / Los olvidados

 


             Querido:


             Como el canto del cisne fluye la luz hacia lugares no imaginados, en la duermevela de la nostalgia y las ausencias,  ofrenda de cenizas y auroras que ardieron, para alcanzar cimas no holladas jamás, entre las nubes, y más lejos aún, como soñando entre los pétalos de las últimas azucenas que nos ha entregado la noche, en su espera y su deseo, cuando en la memoria se encienden los rescoldos de lo que un día fueron los caminos que recorrí.

            La vida, en estos primeros días del otoño, me parece hilvanada con alfileres, como suspendida de la transparencia del aire, endeble y tibia. Unos pajarillos, quizá mirlos, tal vez gorriones, dejan sus trinos en el tejado de casa, puede que anunciando las tristezas que habrán de venir cuando sea noviembre, la desilusión permanente que habita las médulas de quien nunca conoció los laureles de la gloria y el éxito, y fue caminando por senderos oscuros, siempre embarrados, en el dédalo que es el existir, en el teatrillo del mundo, que es tragicomedia, como estando siempre de paso, sin arraigo, con el alma encogida, pidiendo perdón por todo pues parece que va a molestar.

             Has de saber que de esas mimbres está hecha la Historia real, no la que luego se escribe en los libros, tan edulcorada en ocasiones, que es otra, muy diferente, a la que sufren aquellos que parecen destinados a terminar con sus huesos entre las ruedas de piedra de los molinos, a representar los papeles más humildes y bajos sobre las tablas del escenario que es la existencia y el existir, esos papeles que se corresponden con personajes que ni siquiera pronuncian una frasecilla, ni un buenos días o un hola, para hacer saber que están aquí, que son, que tienen sueños e ilusiones, que respiran, que les duele el tiempo y la muerte como un reúma viejo que se ha enquistado en los huesos, y que padecen, en sus entrañas, los golpes del poder, de la dominación, del egoísmo de los que se alzan, a toda costa, sobre los otros, para triunfar siempre, justificando los medios para alcanzar sus fines.

           Son, somos, acaso, los olvidados, las liebrecillas que siempre terminan en la trampa del cazador, en la red del prepotente, en el cepo del altivo, aplastados por la soberbia imperante, son, somos, el pájaro en una jaula, entre los hierros del mundo, que recuerda las cumbres de la sierra y las arboledas, los campos abiertos, los trigales, las colinas y las fuentes, y el cielo altísimo de Castilla, que es la libertad, como también yo ahora lo contemplo, desde el olvido y el silencio, en los que  está la verdad, y me acuerdo de Cristo en el Pretorio, y luego en la Cruz, en la que tan callado y olvidado le dejamos, como nosotros, perdidos en la inmensidad del Universo, en el que somos tan poca cosa, una nonada, apenas hierba recién segada que se arroja al horno, y por eso voy a verlo, no a los grandes templos, ni a las basílicas ni a las catedrales, sino a cualquiera de las ermitillas que se levantan en los oteros, en los valles recónditos, como el que en lo oculto de su casa se retira para orar, y Él me mira y yo le miro, sin palabras, dejando que el corazón hable, en amistad y compañía, pues los dos estamos solos, necesitados el uno del otro, como dos amigos que no necesitan decirse nada, pues hablan los ojos, esperando y creyendo, en unión de amor, en la noche oscura y sola, entre los hierros y cadenas del mundo, como en la última morada que el alma busca con tanto anhelo, como la cierva busca los manantiales y las corrientes de agua, como avecilla que desea volar con sus alas rotas y salvar los abismos y desfiladeros, para ir a lo Alto, a lo más hondo y profundo, allí de donde viene.

        No te alarmes, como otras veces, por estas melancolías, que para mi son como las mareas del océano, van y vienen, y fecundan las playas y mis adentros, pues te diré que en estos olvidos y ausencias se encierran los misterios y arcanos de lo que pienso, y en ellos se enciende la llama sagrada y perpetua que nos sostiene y alimenta, como a los lirios del campo, que se muestran más bellos que los ropajes de Salomón.

        Todo lo dejo en manos de Dios, tal es mi abandono y mi silencio. Mis fuerzas ya apenas sirven para ir viendo los amaneceres, que son siempre un regalo, y para mantenerme erguido frente a tanto despropósito. Se que he comenzado a descender la montaña y que, como la crisálida, volveré a tener alas, muy hermosas, y que su fulgor iluminará otras sendas y veredas, pues el secreto está en saber esperar con el ritmo de los tiempos divinos, que son muy distintos a los nuestros, pues los hacemos tan apremiantes y dislocados, siendo los primeros  los que nos trascienden.

        Como Jonás, voy a Nínive, deseando aún larga vida, aunque en mi caso no para anunciar la destrucción de la ciudad, sino para cumplir con la voluntad del Padre, que me hace enteramente libre, y encontrar la fuente que mana y corre, aunque sea de noche, como le ocurrió a mi paisano de Fontiveros, que conoció la senda para llegar al venero escondido en el que arden el alma y el Amor más grande, el que va hasta el extremo.

       Desde mi olvido te saludo y te tiendo la mano, caro, para recorrer estos caminos de la vida juntos, con la escritura como paraguas o cobijo, en amor y compaña, en estas soledades y vericuetos, en los arrabales de la vida, escuderos como somos del dolor y las lágrimas.

       Al menos, tú, no te olvides de mí, tienes mi promesa de que yo no lo haré, pues te necesito tanto...

Fernando Alda



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