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miércoles, 1 de septiembre de 2021

Querido lector, 35 / De libros viejos

   



     Querido lector:
     

Ahora que acaba de comenzar septiembre, en su día primero, y que el otoño parece cerca, pues regresan las lluvias y las hojas de los árboles comienzan a vestir los suelos de los bosques de oro nuevo, regresa la nostalgia, la melancolía que habita en las colinas más allá del agua y de las ausencias, en la ceremonia de los recuerdos que avivan sus brasas en los libros viejos de la biblioteca de casa, coronados con la que será la primera nieve, como mis sienes, ahora que estoy leyendo "La memoria vegetal", de Umberto Eco, que habla del amor a los libros, con verdadera pasión, que son como llamaradas que mantienen encendidas las entretelas de las que está hecho el corazón.

          Tras los graves sucesos familiares que han acontecido durante el verano y que, como sabes por terceros, hicieron que interrumpiera esta correspondencia que mantenemos con tanta ilusión por ambas partes desde hace tiempo, retomo de nuevo la pluma para escribir y hablarte de la emoción que siento al encontrarme con un libro, tanto da si es nuevo o viejo, pues para mi son siempre nuevos, que buscaba desde hace tiempo o que no conocía en absoluto, pues tan grande es mi amor por ellos, ya lo sabes, y que viene a ser como una ofrenda, tal vez el hallazgo de un tesoro, una revelación, que ilumina el día, que ya no parece tan sombrío y acechante, pues un libro siempre es una compañía, para los buenos y los malos momentos, la presencia de la memoria, como quiere Eco, la colectiva y la personal, y en cada libro encontramos no solo una parte de nosotros, sino de lo que seremos, de lo que estamos a punto de ser y luego será el pasado, rescoldos de hoguera, la de la vida y el tiempo, que nos emboscan con sus celadas.

         Confieso que siento, asímismo, una emoción inmensa cuando compro algún libro viejo, que no tenía, en alguna librería de lance, pues es como rescatar a alguien que está preso, en los Baños de Argel de la memoria, como fue rescatado Miguel de Cervantes por el mercedario Fray Juan Gil, que era paisano mío, de Arévalo, abulense, y que, acaso, a consecuencia del rescate, el de Alcalá de Henares escribió su Quijote para gloria suya y solaz nuestro.

         Siempre estoy con Don Miguel a vueltas, me dirás, y es cierto, en sus luces y en sus sombras, sin juzgar, como trato de no juzgar a nadie, para no ser yo juzgado cuando me examinen del amor y llegue mi hora, pues creo que de todo había en él, como nos ocurre a nosotros, y por eso entendía lo que eran la vida y el mundo en el siglo en el que vivió, que ahora decimos de Oro, pero que también tenía sus miserias, es inevitable que así sea, pues ambas se nos presentan como el Retablo de Maese Pedro, el que acuchilló con su espada el bueno de Alonso Quijano, no en su locura, sino en un momento de lucidez. Nosotros estamos así, las más de las veces, a dentelladas con lo que nos rodea, en soledad, sintiendo que representamos papeles muy secundarios, de esos que ni hablan (ni una frasecita, siquiera) o dicen en la representación, mientras a otros se les llena la boca de palabras vacías y huecas, como una calabaza de bufón o una vejiga de animal llena de aire, en la que solo resuenan las semillas secas de la misma.
    
         Y entonces me acuerdo de Cristo Nuestro Señor, cuando estaba en el Pretorio, en la noche en la que fue condenado a muerte, que no hablaba, esperando lo inevitable, mientras sus jueces hacían uso de todo su poder, para acabar cuanto antes, y que la sangre inocente que estaban determinados a derramar a cualquier precio no les ensuciase sus manos. Hubo hasta quien se las lavó a toda prisa después. ¿No te has sentido así alguna vez, mi querido amigo? Pues de esas representaciones está el mundo lleno, que me parece habrá de reventar por sus costuras, de tanta injusticia y soberbia como encierra.

        Mas me estoy alejando de mi propósito inicial, que no es otro sino el de hablar de los libros viejos, que los nuevos ya tienen su ocasión nada más salir de imprenta, de esos que de vez en cuando redimimos del polvo de alguna estantería, en la que se encuentran arrumbados sin que nadie los visite. Todos necesitamos ser visitados alguna vez, recibir a alguien que nos pregunte cómo estamos, que se interese por nuestra salud y por el estado del alma en el que nos encontramos, para seguir viviendo, para saber que estamos vivos y que no nos encontramos en el Tártaro, olvidados de todos, acaso en el Sheol de los israelitas, que parece uno de los lugares más tristes en los que se pueda estar, y que vienen a ser como nuestro Infierno, el que con sus círculos describiera tan magistralmente el Dante.

      Confieso también que siento una  fascinación muy grande al tomar esos libros abandonados entre las manos, y saber que han podido ser leídos por otros, en el mejor de los casos, o pertenecer a los restos de alguna edición descatalogada, en el peor. A todos les vuelve la alegría, y se encienden, como si me quemasen en las manos, por el hecho, crucial, sin duda, de regresar a la vida, a formar parte de ella, o ser memoria. Y en ese rescate recuperamos nosotros también no solo la memoria, o la desmemoria, que todo se confunde en ocasiones, por obra de encantamiento, sino la certeza de que merece la pena vivir.

     Dice Umberto Eco que incluso los libros que tenemos en la biblioteca y que no hemos leído es como si lo hubiésemos hecho, pues en la emoción de tenerlos, de haberlos cambiado de sitio alguna vez, de haber hojeado sus páginas y que nos haya sorprendido un párrafo tomado al azar, se produce el hecho misterioso, como lo es todo en la vida del ser humano, de la transmisión de su contenido. Y Eco cree que no es algo mágico lo que ocurre, sino algo real, pues tanta es la complicidad que sentimos con los libros que este hecho sorprendente se produce en realidad. Y yo así lo creo también, pues todos los libros que nos pertenecen son nuestros, para bien o para mal, y forman parte de nosotros hasta el punto de que cuando alguien que se cree muy listo nos pregunta con impertinencia, o con fingida ignorancia, si los hemos leído todos, hay que tener a mano alguna respuesta no solo ya convincente, sino muy irónica, para desarmar al que con tan aviesa intención nos interroga. Eco dice que hay tres posibles, aunque yo creo que se nos ofrecen muchas más, y te invito a pensar en ello. La mejor, para el italiano, es decir que los que uno ha leído están en otra parte, que éstos que ahora se ven son los que uno tiene para leer y lo tiene hacer en una semana, a más tardar la que viene. La sorna es grande y suena bien. Cosas de este italiano universal.

     Voy acabando, mientras sigo en espera de las melancolías que el otoño me regalará en los próximos días, de forma especial en octubre y noviembre, cuando todo parece que se acaba, pero solo está dormido, para pasar el invierno y sus estrecheces, y encenderse de nuevo con la primavera, tras la cellisca y los días desabridos, como los libros que sigo rescatando con verdadera alegría, que son como las estrellas que vemos en la noche, las Lágrimas de San Lorenzo del primer tramo de agosto, y que dejan su rastro de luz, como la de la velita que tenemos encendida para que Dios sepa que estamos aquí, esperando a ver su rostro, cuando sea el momento.

     No tardes en escribirme. Necesito saber de ti. Un abrazo muy grande

Fernando Alda



     

2 comentarios:

  1. Excelente, Fernando. Muy buen artículo. Ingenioso lo de Umberto Eco sobre los libros pendientes de lectura. Todavía tenemos juventud para que no nos venza la nostalgia.

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    Respuestas
    1. Muchas gracias, Maxi.
      Es cierto, aún somos jóvenes. Eco nunca defrauda.

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