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martes, 11 de febrero de 2020

Estar acompañados



         El aliento de la niebla amanece hoy muy espeso, dejando adivinar apenas las altas torres de una ciudad sin nombre, abierta en la llanura, en una encrucijada de caminos que no llevan a parte alguna. Sientes en los tuétanos remecidos una soledad fría y bella como la muerte misma, y quisieras encontrar abrigo en este descampado al que no pones horizontes y en el que no sopla el viento para decirte que dirección seguir en una rosa de los vientos de escarcha violenta y triste.

         Con los bárbaros aullando fuera, a los pies de una muralla derruida, que será conquistada, acaso solamente puedes encontrar refugio, como Agustín de Hipona, en los plúteos de la biblioteca y, por suerte, tienes algunos libros para colocar en los mismos y todo parece volver a su sitio, como si la vida fuese encajando sus desastres. Algunos pueden ser ejemplares salvados de la hoguera en la que ardieron otros muchos propiedad de Alonso Quijano, y los acaricias no como tesoros, sino como  a ínsulas que son de vida, de vida latiente y hermosa, espigas doradas que entregas al granero de la memoria.

        Es estar acompañado, como dice José Jiménez Lozano, desde su Alcazarén en el que vive, por una piedrecilla, por una cuerda con la que vino atado un paquete de libros, es estar acompañado en las melancolías y en los desasosiegos por los sueños que en ocasiones se nos escapan por la urdimbre que nos sostiene, por entre las fibras del cañamazo que nos mantiene erguidos ante la adversidad. Y necesitamos estar acompañados, encender una velita, la estrellita de la que hablaba Teresa en su San José de Ávila, por la luz titilante de un candil que a duras penas se mantiene en la inmensidad del negror de las tinieblas. Somos hombres, tan frágiles y solos, tan abandonados, que únicamente en Cristo podemos encontrar consuelo en nuestras desdichas e incertidumbres.

     Y así he hecho, he subido a la biblioteca como quien sube al Monte Tabor, esperando que el rostro le resplandezca en el encuentro con lo Eterno, y he colocado unos libros, he abierto sus páginas, he leído a salto de mata, aquí y allá, tal vez una lágrima ha rodado por dentro, y una oración ha quedado prendida en la mañana, cual testigo de tanto silencio.

     Desde los oteros hoy la niebla se va desmoronando como los tapiales de adobe a los que la lluvia besa con furia terrible. Hay jirones de almas, banderas rotas, palabras heridas. La luz se abre camino despacio, con la lentitud de los amaneceres invernales, y descubres el mundo, tal vez más nuevo ahora, más nítido y preciso, y lo habitas. Es tuyo.

Fernando Alda Sánchez


    (Foto: Pixabay)

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