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viernes, 14 de febrero de 2020

La hoguera de lo nuevo





          Decíamos ayer en este blog, recordando a Fray Luis de León,  que en estos tiempos recios que vivimos, en este mundo hiperacelerado, donde lo nuevo se perpetúa de forma constante frente a lo que se queda viejo en cuestión de minutos, un mundo en el que parece que no hay asideros para dar la vuelta a las esquinas espirituales que aún arden en nuestro corazón, es necesario releer a Santa Teresa y a San Juan de la Cruz. Voy más allá, por supuesto, es necesario releer, o leer, si no se ha hecho antes, a los clásicos, a Cervantes, a Baltasar Gracián, por ejemplo, e ir mucho más allá, leer a Virgilio, y a Homero, acaso a Píndaro, por supuesto a San Agustín. Y si uno cree en Cristo Resucitado, los Evangelios.

          Y digo que es necesario releer para librarnos de la dictadura de la novedad repetitiva, que nos tiene exhaustos, boqueando como peces fuera del agua, sin encontrar el oxígeno nutricio que nos permita vivir sin tener que estar mirando continuamente el reloj, sin tener que estar sabiendo cuál es la última novedad, o lo que parece la última novedad, que no llega a serlo, permanentemente alimentados de un futuro que nunca es presente, pues lo abrasamos en la hoguera que consume nuestras esperanzas, nuestros anhelos. Es la hoguera perpetua de lo nuevo. Nihil novum  sub sole... así desde la noche de los tiempos, pues quizá seguimos viviendo en la caverna platónica de la que pese a nuestros esfuerzos científicos y tecnológicos no hemos sido capaces de salir, pues tal es nuestra condición y el barro del que estamos hechos. Nos falta verdadero conocimiento.

          Prefiero un poema de Catulo o de Garcilaso, también de Lorca o de Pessoa, a cualquier bagatela con la que tratan de conformarnos una realidad líquida, que puede adaptarse a todo, que vale para todo, para un roto y para un descosido, como decíamos antes. Se que parezco antiguo, un apocalíptico, como se decía hace tan solo unas pocas décadas, en vez de un integrado, pero te confieso, amadísimo lector, que no soy ni lo uno ni lo otro. Soy, simplemente, la caña pensante de Pascal, un ser que piensa, que ama y sufre, y que quiere elevarse a lo Alto, trascender más allá de la muerte, contemplar algún día, cuando llegue mi hora, cuando tenga que recorrer el sendero de las sombras, el rostro de Dios.

           Regreso a las relecturas, a buscar esos libros que guardamos en la biblioteca de casa, en cualquier biblioteca, para, con el asombro de un niño, volver a descubrir su belleza, al igual que contemplamos los cielos claros, que se entreabren tras una mañana de espesa niebla, y acariciamos la luz, la luminosidad ardiente del perfil del mundo, y nos parece que pese a que siempre ha estado ahí, ahora nos pertenece más que nunca.

         Sí, leer lo que está perdido, lo que se considera viejo, para no arder nosotros en esta hoguera de las vanidades que nos está ahumando y confundiendo, para volver a levantarnos del tropiezo del todo fluye y permanecer en el ser de Parménides, aunque la vida se nos escape como el agua entre los dedos de la mano... Esa es nuestra paradoja, pero también nuestra fortaleza, que reside en la fragilidad que nos constituye, pues esa debilidad es la que nos hace plantearnos preguntas, cuestionarnos eso que parece viejo, pero que en realidad es eterno, del quién soy, de dónde vengo y hacia dónde voy... es decir, todo aquello que nos hace pensar y sentir.

       "B.- Metafísico estáis.
         R.- Es que no como."

          Así dialogaban en el soneto cervantino del Quijote los dos caballos más famosos de la literatura en español, Babieca y Rocinante, y acaso sea eso, que hoy no he comido, y estoy metafísico, en la conciencia de que no solo de pan vive el hombre y de que no podemos ser siempre estómagos agradecidos de un sistema que nos pervierte y destruye, a fuerza de adaptarse a todo, de licuarse, de tener más caras que Jano y, por tanto, no nos ofrece certezas para nuestros desasosiegos de siempre. Y puesto que metafísico o cervantino estoy esta mañana de febrero, en la que ya se presiente una primavera que habrá de venir con todo su esplendor y fanfarria, recuerdo hoy otro coloquio, esta vez de los perros, Cipión y Berganza, novela ejemplar donde las haya, que encierra no pocas reflexiones de provecho.

     Perdido ya como estoy en este día en estos vericuetos del genial Don Miguel, que viera la gloria y la luz de Lepanto, termino con este párrafo del mismo:

      "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres".

    Pensemos, entonces, si estamos de acuerdo con Cervantes, cuáles son nuestros cautiverios, nuestras jaulas de oro, los parásitos en los que tenemos puesta la esperanza y que nos llenan de cadenas, cual adicciones, creyendo que somos más libres cuanto más las usamos. Me vienen a la memoria, que hoy está muy encendida, rosiente (hermosa palabra), que dirían en La Rioja, esos cuadros terribles del Barroco en los que los esqueletos nos amenazan con sus guadañas o una calavera está sobre un libro... Pero no quiero caer en esos tenebrismos, pues busco la luz como el sepultado en vida busca el aire o el roce de las flores en la piel. No es momento, tras tanto apuro como nos embarga.

    Y así el silencio, que tanto bien hace al alma y al entendimiento en medio del fragor del mundo, que está dispuesto a devorarnos.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: Pixabay)


   




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