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martes, 18 de febrero de 2020

Devorados por la prisa



          La prisa nos muerde los talones, vivimos con nuestro enemigo, quizá acostumbrados a sus violencias. Ya no somos capaces de pararnos a mirar, un momento, tan solo un momento, no digo ya un ocaso espectacular, ni un amanecer impresionante, pues ni siquiera somos capaces de admirar un cielo transparente, como el que se ha pintado hoy en Ávila, en este febrero de presagios e ilusiones, con un azul purísimo, que no existe en paleta alguna de pintor, un cielo tan abierto y hermoso que dan ganas de prenderlo para siempre en la mirada. La prisa nos lleva a la muerte. Quizá nos falte una hora para morirnos...

         Ya estás, Fernando, otra vez, con tus melancolías, con esas tristezas que te brotan de nadie sabe dónde, de lo más hondo del alma, de los tuétanos del silencio, de las médulas de vivir, de saberte frágil, de tierra y agua, ante la inmensidad del universo y de la historia. Pero resulta inevitable levantarse así, alzar las persianas del día, ponerse las zapatillas de estar en casa para asomarse a la ventana que da al patio interior del mundo, pues no otra es la visión que tenemos, aunque en ocasiones creamos estar deslumbrados por paisajes sorprendentes, por horizontes lejanos, por singladuras que vamos detallando en un cuaderno de bitácora de arena, de sol conciso, de salitre y viento, en el que arden las lágrimas que nunca lloramos pues no tuvimos ocasión de hacerlo.

       Decíamos ayer, y vuelve Fray Luis, tras su cautiverio, y quisiera haber sido yo el traductor de esos versos tan hermosos y tan directos del "Cantar de los Cantares", pues voy como la cierva buscando los manantiales, el Amor, la certeza de amar, la nieve que es fuego en el alma, el frío más abrasador, la sangre más cálida, la lluvia más triste que lava heridas viejas, unos labios temblorosos, la voz quebrada de las auroras rotas del invierno, la sal y la luz, el grano de mostaza, en esta Tiberíades que se asoma al Mar de Galilea en el que está espejeando el Monte Tabor de todos los encuentros. Bien sabe Pedro lo que digo, y allí tres tiendas, para alcanzar el blancor más intenso, el rostro de Dios.

     Sí, decíamos ayer, pues hoy parece imposible decir nada, tal es el ruido del mundo, la barbarie de la vida, el rugido de la prisa,que nos ahoga irremisiblemente. Días aquellos, que ahora nacen en la memoria con la lentitud de la noche, en los que el tiempo era gratis, de balde, en los que el tiempo no era oro para producir, para tener, en los que el tiempo era una joya preciada que agradecíamos a los cielos pues era para ser, para soñar, para sentir.

      El tiempo es de balde y quiera gastarlo admirando los rayos del sol que encienden la vida, el origen de la nieve, la sombra de los árboles, pues todo, incluso el tiempo, es un regalo, como la vida, como la fe, como la palabra y la respiración. Tenemos tanta prisa, estamos tan devorados por la prisa, que ya no somos capaces de agradecer nada, ni el tiempo, un día más de vida, unas horas de gozo, empeñados siempre en vivir un fin de semana que se nos escapa como el aire en un globo pinchado, afanados siempre en esta colmena en la que no se puede ser zángano, condenados al trabajo perpetuo, a la intemperie del dolor, en el descampado de la tristeza que nos lleva a multiplicar siempre, cuando es tan bello sumar, poco a poco, como la gota que termina horadando la piedra, tras milenios de constancia, sin haber sentido necesidad de correr, de avanzar a toda costa. Pobres hormigas, a las que ya ni las cigarras cantan.

      Fernando, que vuelves a tus laberintos, a los desasosiegos de tu homónino portugués, y bien podría ser él el que firmase hoy esta entrada en el blog, en su Lisboa de fados y lluvia, de tempestades atlánticas, allí donde el Tajo se vuelve mar y la nostalgia embriaga las colinas y los bosques. ¿Sabes? La literatura me pierde. No puedo vivir sin poesía, sin el melancólico rodar del agua entre las peñas del río, pues no se ser sin los colores que visten, como Cristo nos dice, los lirios del campo, la eternidad toda que siento arder como un dardo de fuego, como sintiera Teresa, en La Encarnación de Ávila, que traspasa el corazón, y es el Amado. Fernandos poetas, aunque San Juan de la Cruz me abraza.

     Perdone el lector estos desahogos trasnochados, como dirían los gurús que ahora pululan por los nuevos infiernos de lo postmoderno, pero el alma, que es la que nos diferencia del resto de la Creación, tiene que aflorar, subir, alzarse, izarse como una bandera tras el combate. ¿Cuál es la libertad hoy? ¿Dónde está? ¿En la producción o en los campos serenos que nos esperan? ¿Está en la suciedad de las ciudades tristes sin rostro o en los caminos y senderos que llevan a todas partes? El tener nos conduce a un empeño estéril por fabricar, por consumir, un empeño que nos lleva a desgarrar, cuando no a destruir, nuestra raíz más sagrada, a negar nuestro origen y procedencia, a querer vivir sin Dios, en un ateísmo de tinieblas y de desesperanza. Ay, elogio de aldea quisiera, en lugar de alabanza de Corte...

     Vuelve el mar a estos adentros de Castilla, que fueron su dominio, cuando la Tierra era un globo informe y deshabitado, y nosotros ni siquiera éramos un sueño, un desvelarse del Creador, cuando no llegábamos a la mesa de los astros y los planetas. Vuelve el mar, si, como territorio y fuerza, como espíritu de aventura, como lugar para volver y despertar. Acaso este mar mesetario, de trigos y soles, tan lejano y tan despierto, este mar de soledades, de interiores, de adentros, de soles altísimos y cielos desbordados, en los que la mirada y la nostalgia se pierden para regresar siempre al misterio de existir.

      "¡Qué descansada vida
       la del que huye del mundanal ruido,
       y sigue la escondida
       senda, por donde han ido
       los pocos sabios que en el mundo han sido".

       Y así, en este Extramuros, en este Madrigal de las Altas Torres, donde Castilla se ensancha en sus costuras, estos versos que me llevan a ese sendero inevitable en el que se detienen todos los relojes, en el que la tiranía del tiempo ha abdicado, en el que la libertad es el aire que respiro trece veces por minuto, que decía Gabriel Celaya, cuando nos hablaba de que la poesía es un arma cargada de futuro, en este lugar descanso, en este lugar me abandono, quizá junto a un río, entre alisos y alamedas, es probable que el Duero, o este Adaja más niño, que ciñe la ciudad que ahora habito, insomne, para soñar con el mar, como los ríos de Jorge Manrique, arterias del mundo que buscan el corazón de los océanos.

    En estas quietudes que ahora describo, que ahora siento, la prisa no reina, el agobio es recuerdo inútil, ningún reloj ejerce de guadaña para llevarnos al matadero de la muerte. La "escondida senda", sí, por la que han ido "los pocos sabios que en el mundo han sido". Y volvemos a decir ayer, como si el tiempo no hubiese existido, o fuese gratis, en lugar de metal precioso. Y en estas alturas de Ávila, desde las que se alcanza el dedo de Dios, como el que pintase Miguel Ángel en la Sixtina Capilla, cuánto tormento, cuánto éxtasis, hoy me se hombre, hijo de Dios, y en El me abandono.

     El día avanza tomando posiciones para ganar la tarde, vencido el mediodía. El Ángelus aún resuena, como lo hacía en las épocas pasadas. Ahora se oyen máquinas, estridencias mecánicas, zumbidos de ordenador, la ausencia virtual, el anónimo persistir de la extinción. Al menos, hay aves en el cielo y todo parece rotundo. Eso nos deja existir. Es nuestra huella.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: Pixabay)


   












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