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jueves, 20 de febrero de 2020

La mirada en ascuas


          Tengo la mirada en ascuas con esta luz poniente que arde sin arder, como la zarza que viera Moisés en el Sinaí, y tengo el alma como un cañaveral en llamas, quizá esperando ver la silueta de Dios alzarse sobre las colinas, allí donde nace el agua y la vida es siempre retorno. Como diría Fernando Pessoa, y se que habla desde el pasado, en estos tiempos postmodernos, en los que todo es líquido y adaptable a cualquier situación, pues la verdad no parece tener predicamento alguno por falta de certezas, resulta difícil coexistir con otros que muestren al menos un mínimo grado de lucidez a la hora de enfrentarse a la extinción, y por tanto hay que ir llenando el paisaje espiritual  con amigos inventados que nos van acompañando en el camino.

         Y hay ocasiones en las que esos amigos imaginarios no son mala compañía, aunque también es verdad que uno en la vida ha ido haciendo amigos de carne y hueso, que están siempre, como lo está Cristo, de forma incondicional, sin fallar nunca, por mucho que algunos se empeñen en hablar mal de ellos y en criticar cómo piensan o actúan. Otros de esos amigos los hemos ido sacando de los libros, de aquellos que los escribieron, y están muy cerca también de nuestros adentros, de esas partes que hay en nuestro interior y que tan bien describe José Jiménez Lozano.

        Cada quien selecciona a sus amigos, para estar acompañado cuando vamos sin abrigo por medio de los campos, a la intemperie, esperando encontrar en ellos el consuelo que la vida no nos da siempre, pues tiene sus malos tragos, sus desengaños y desolaciones que, como en los duelos, no podemos pasar solos, pues necesitamos un hombro en el que apoyar la cabeza o una mano que nos sostenga la frente. Así estamos hechos, de lágrimas, aunque también de risas, de gozos y alabanzas, de pura alegría. De este modo compartimos acritudes y quebrantos, junto a celebraciones y festejos, pues no otra es la esencia con la que el Creador nos imprimió el espíritu, su Espíritu, y forma parte de nuestra libertad.

       Entre las ascuas remecidas de la mirada vienen hoy a visitarme muchos de esos amigos que en estos 57 años he ido atesorando, los de carne y hueso, como suele decirse, pues son corpóreos y no fantasmas, y esos otros que perviven en la imaginación y el suponer, pero que también me hablan y aconsejan, cuando las circunstancias que le acompañan a uno vienen mal dadas o se retuercen con el dolor. Y es hermoso hallar consuelo en ellos, como cuando lees un poema de Juan de la Cruz o miras un cuadro de Vermeer, como me ocurre ahora, entre neblinas, que me acuerdo de la vista de Delf, y también me viene a la memoria Salamanca, cuando entras a la ciudad desde el camino de Ávila, con el Tormes delante y se reflejan en él las torres de esta ciudad dorada, tan vecina y cercana a la mía que son hermanas.

      En estos desvelos termino mezclando ciudades y amigos, como en los sueños imposibles que acaban en pesadillas, tal es el grado de ensoñación que se ha apoderado de mi en estos días en los que el invierno, pues va mediado febrero, ya quiere marcharse y dejarnos con la primavera y su despertar de almas y trinos, de flores y espacios, como para que podamos recobrar las amistades perdidas en el hielo y la cellisca, en los meandros de la voluntad, que en ocasiones viene sin latido. Pero no es malo mezclar, en este caso, estos avatares con otros que nada tienen que ver, ni con personas o imaginaciones, pues todo forma parte del milagro diario que es vivir sin ataduras, plenamente consciente de los enemigos a los que te enfrentas, que no tienen nada de imaginarios.

     Acaso somos todos un poco como Alonso Quijano, que entreveía realidades y ensoñaciones, y en su cabalgar, junto a su amigo Sancho, iba librando batallas y desfaciendo entuertos con gigantes y endriagos, por más que en ocasiones fueran molinos de viento o simples fantasías que su corazón fabricaba en el existir de su conciencia. Y por qué no así, si los juncos que nos sostienen en ocasiones se ven obligados a doblarse, aunque nunca a partirse, y los deseos vienen entremezclados, también, como les pasa a las cerezas después de ser cortadas. La belleza es así, diversa y complicada, como le ocurre a la fealdad, y a mi me gustaría, pues no otro es mi empeño, poder ver todo con los ojos de Dios, que mira por dentro, y nos ama infinitamente, sin condiciones, hasta el extremo.

      Pese a todo, la luz no se extingue en estos carbones que se hunden tras los oteros de esta Castilla que me acoge como una madre, pues regresará con el alba, con el mismo fuego, y en los ojos seguirá ardiendo la llama inextinguible de nuestro ser, que viene de lo Eterno. Dulces los presentimientos que comienzan a habitar los sentidos, como si acabase de bajar del Monte Tabor y no quisiera ir a parte alguna ya. La memoria y los amigos no engañan. Todo está en orden, como si se hubiera cumplido.

Fernando Alda Sánchez



   

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