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viernes, 7 de febrero de 2020

Pura vanidad


            Hay días en que ni el faro del fin del mundo es suficiente guía para doblar el Cabo de Hornos de la tristeza, del pasado que se empeña en que lo revises milímetro a milímetro, haciéndolo pasar por el cedazo de lo que nunca será o de lo que nunca fue. En esa revisión permanente hay mucho dolor y tal vez sientes tus alas cansadas, como un pájaro que ha caído agotado por el esfuerzo y por el viento excesivo en la travesía. En verdad hay momentos así, en los que te tragas las lágrimas, que saben a cienos muy profundos y muy oscuros, que vienen de abismos que creías cegados y que sin embargo afloran y te dejan en la boca del alma el sabor acre de la desolación.

            Pese a todo, respiras, nadador de largas distancias como eres, y en la luz del día, que hoy está luminoso, como encendido, con esa luz tan transparente que solo los cielos altos de Ávila pueden darte a cambio de nada, si acaso de un simple y solitario paseo por el adarve de la mañana, encuentras las certezas que necesitas, pues sabes que en estas moradas del Castillo Interior teresiano habita Dios, que está contigo, acompañándote en este Getsemaní cotidiano en el que se desangran los sueños. Amor hasta el extremo.

         En el paño de la Verónica está el rostro de Cristo, también el tuyo, el de todos, pintado con los  colores de la devastación, con el almagre de todas las caídas hacia todos los calvarios, con el amargor de todas las heridas. Y así la vida, que despierta inevitable. Y salgo hoy a los caminos a buscar esas cruces de piedra cubiertas de musgo y de abandono, cubiertas de almas, a encontrarme con los cruceros, con los viacrucis, con las encrucijadas, como candelas  para orientarse en este oficio de tinieblas que en ocasiones es el vivir. Siempre, al fondo, los ojos de Cristo, que te miran como nadie te ha mirado jamás, desde la noche, para vadear los torrentes y la acritud del mundo, que sigue con sus tumultos y sus ensoñaciones. Guiñoles somos en un retablillo de apariencias, pura vanidad, proclama Qohelet. Vivimos en una colmena de deseos desaforados.

      ¿Cómo resistir, entonces, estos embates, este oleaje crecido en su desmesura, si somos arcilla frágil, hierba que crece en la mañana y segarán por la tarde? ¿A dónde la mirada, Señor, si voy perdido, en descampado, sin abrigo? Arden las preguntas en la memoria de la edad, mientras se devanan los años para ser hoguera, cinerario recuerdo, campana hueca, resonancia lejana de hombres de paja que entrechocan sus cabezas, tierra estéril.

     Si alzarme pudiera en la llanura, en estas soledades castellanas, y no dejar de ver, sino sentir siempre, y librarme, una vez más, de la trampa del cazador gracias a la misericordia divina, y llegar a cubierto, a algún alcázar, o roca fuerte o peña fiel, acaso a los muros de Ávila, de esta Constantinopla que parece inexpugnable, ombligo del mundo. Es recuerdo del escribidor que vive en Alcazarén, más memoria. Desasimiento.

     Nuevos senderos que se parecen a otros ya transitados reclaman tus pasos indecisos, ese vagar irredento que aún mantienes, capitán errante en todos los mares del olvido, como un buque sin bandera ni gobierno. Entonces, los versos, el maduro fruto de la poesía, la escritura que te salva de volverte loco, el poema como oración con lo Eterno, como esa fuente que bien sabía Juan de la Cruz de dónde mana y corre, que fluye entre el ventalle de cedros, hacia la llama de amor viva que nos sostiene y alimenta.

      Y así las horas, para huir de la muerte. Para no caer de nuevo.

Fernando Alda Sánchez

(Foto, Pixabay)

     


       

         

3 comentarios:


  1. ✳️Alma mía, por qué te acongojas, por qué te me tubas. Confía en Dios, que volverás a alabarlo...

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