Mi querido amigo:
Bien sabes que razones de fuerza mayor me han impedido mantener viva esta correspondencia contigo, muy a mi pesar. Como se que no desconoces los detalles, no entraré en ellos. Retomo hoy con gusto nuestro oficio de cartearnos, ya tan en desuso y mal visto, pues entiendo que a ambos nos beneficia y es fuente saludable el intercambiar estados de ánimo y cuitas, más que nada por aquello de compartir iluminación en nuestros adentros, que en ocasiones se nos tornan habitaciones sombrías y mal ventiladas, como si no fuésemos capaces de alcanzar, al menos, cierto grado en la escala de la luz del sol, que tan necesaria resulta, por otra parte, para tener saneados mente y cuerpo. Lo que al alma atañe necesita de otras razones, que nos trascienden y que por mi parte no oculto, pues tengo depositada mi vida y mis esperanzas en Dios.
En estos largos días de espera me he ido aferrando, cada vez más, a las pequeñas acciones positivas que me han ido ocurriendo y que las malas no han sido capaces, pese a su intensidad, de ocultar, como si las primeras fuesen ese clavo ardiendo que siempre nos sale al encuentro en el camino, cuando el naufragio parece inevitable, y al que no nos queda más remedio que asirnos, cuando la tristeza parece es de muerte y desolación, y que cabalga por tus entrañas como el quinto jinete del Apocalipsis que es, tan desbocada y furiosa, que todo ciega y desmorona, tal si la Torre de Siloé se estuviese derrumbando de golpe, como ya ocurriera.
El tiempo no parece curar las heridas, siempre hay que buscar más alto, pues en ocasiones me parece que siembra sal en ellas, para tenerlas permanentemente abiertas, descarnadas y sucias, expuestas a la intemperie, y si son tajos en el alma no hay sutura que pueda cerrarlos, salvo la mano de Cristo, si es que dejamos que intervenga en nuestros desconsuelos y desgarros, pues no siempre es así, empeñados como estamos en creernos titanes y semidioses, cuando no dioses por entero, en lo que suponemos es el Jardín de las Hespérides, pero que en realidad es el retablo del mundo, en el que apenas representamos papeles muy secundarios, mientras la miseria, en todas sus acepciones, nos desborda por los ojos.
No temas, no voy a seguir hoy por este camino. Trato de hacer pie y de continuar nadando hasta alguna incierta orilla, pues mis días parecen así encaminados, y hasta mucho más tarde, me temo, no sabré con certeza hacia dónde se encaminan y su alcance. Mientras tanto no me queda otro remedio, de los que yo conozco y aprecio grandemente, que el de la poesía, esa que considero es nuestro sexto sentido, para aquella inmensa minoría, como era para la que escribía Juan Ramón Jiménez, que es la que se interesa por el arte de Calíope, por el homérico oficio, pues en estos archipiélagos de ínsulas tan hermosas es en los que encuentro bálsamo grandísimo para mi dolor y compañía para mis soledades, que siguen al asalto, como en un reino de ausencias y desmemorias, tan perdido y lejano que ya ni encuentro itinerarios o mapas para salir de él.
Me gustaría poder ofrecerte buenos consejos para el gobierno de esta Barataria en la que ambos vivimos, como hiciera Don Quijote con el bueno de Sancho, ese muy grande hablador que estaba hecho, pero en ocasiones no los encuentro, al menos en este mundo que nos rodea, que está tan desquiciado y como fuera de su eje. Acaso debamos volver a los clásicos, y rebuscar entre ellos, en el propio Cervantes, por supuesto, o en Gracián, sin duda, y más allá, también, entre los griegos y romanos, aunque para mí te diré que con los Evangelios me resulta más que suficiente, pues según Nuestro Señor, que en estos días de julio, tan extraños, me mira desde las penumbras desde las que se asoma, en alguna ermitilla en lo alto de un otero, para decirme, que todo se reduce al Amor, y que allí donde no lo hay, como bien nos recuerda mi paisano de Fontiveros, San Juan de la Cruz, debemos ponerlo y obtendremos amor.
Por lo demás, como dice el aserto popular, aquí me tienes, atado al banco de la paciencia, que paréceme, las más de las veces, el de la más dura galera, pues el de galeote creo es en estos tiempos mi destino en estos Baños de Argel en los que me encuentro, de tan lastimoso como me resulta, pues, acaso, soy uno de los presos que en la cuerda de tales se encontró Alonso Quijano y pretendió liberar. Magníficas enseñanzas se encierran en las dos partes del libro de sus aventuras y vida, tanto, que encontraron imitador en un tal de Avellaneda, que hay quien dice, entre otras muchas teorías y suposiciones, pudo ser un clérigo vecino del pueblo del mismo nombre que hay en la provincia y diócesis de Ávila, y tal vez no esté desencaminado el asunto. Pero eso ya es perderse en hojarascas vanas, dejarse enredar por las volutas del humo, que a ninguna parte llevan, pues mueren en el vacío.
Has de saber que la vida es como la hiedra, que se enreda en cualquier saliente, sin dejarnos ver lo esencial. También solemos entreteneros en caminos equivocados, en laberintos sin salida, en callejones estrechos y oscuros que a ninguna parte llevan, pese a que nos digan que todos los senderos conducen a Roma... y puede que así sea, pues lo importante es saber hallar el nuestro, el que es la Verdad y la Vida, como así creo, pero eso, querido amigo, ya sabes, corresponde a nuestro libre albedrío. Dédalos tenemos enfrente, sin duda, y debemos afrontarlos.
Hoy la mañana está luminosa y en el jardín hay silencio, como si sus habitantes, que han dejado de cantar y de visitarme, al menos por unas horas, hubiesen decidido que lo que necesito es encontrar la serenidad, hablar con lo Alto, para que mis penas se escuchen sin distorsiones, aunque yo se que Él ya las conoce de sobra y las atenderá cuando sea el mejor momento para ello. No obstante, ese silencio es bueno, pues permite, además, admirar mucho mejor la transparencia de la luz, sus entretelas de cristal, como si fuese una canica de colores de esas con las que hemos jugado en nuestra infancia y que guardábamos en una caja de cartón, de metal en el mejor de los casos, junto a otros pequeños tesoros, en el "cosero" del que nos habla José Jiménez Lozano, en el que guardamos nuestras cosas. Hay veces que las mismas no son materiales, como unos cromos arrugados, un cristal de una botella rota, un trozo de madera, una tiza, una goma de borrar, una flor seca, el lapicero con el que un verano estuvimos haciendo garabatos en una vieja libreta todas las tardes de aburrimiento, alguna foto de un ser querido, sino que son cosas que pertenecen al alma, a lo más hondo de nuestros adentros, tal si fuesen el color de un atardecer o una amanecida, la lluvia en nuestros bolsillos, un beso que alguien nos da y su rastro que no olvidamos nunca, el deseo de trascender de nosotros mismos, la melancolía, una ausencia, ese vacío que nada terreno puede llenar.
Basta por ahora. Sigo abriendo la mañana cuando finalizo esta carta, que espero te llegue pronto, para recibir, a vuelta de la misma, otra tuya, como si fuese un poema que intercambiamos y que nos hace encontrar gozo en la lectura, pues alguien a quien apreciamos nos lo envía, el deleite necesario para seguir viviendo, poco a poco, y, algún día, poder confesar, como hizo Neruda, que hemos vivido, y escribir no se si nuestras memorias, pero puede que sí nuestros recuerdos, algunos de ellos, que vendrán a nosotros como brasas encendidas, como ascuas del corazón y los tuétanos, rescoldos vivos que templan el helor que sentimos cuando amanece y nos da miedo afrontar el día, para dejar testimonio de nuestro frágil paso por el mundo.
Tuyo, como siempre y para siempre
Fernando Alda
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