Hay mañanas en las que te acercas a la escritura como si fuese el último rescoldo que mantiene cálido el hogar, igual que la estufa de carbón y leña de la primera escuelita a la que fuiste a aprender las letras y los números, en la que se helaban hasta los palotes en invierno en el cuaderno, y es la infancia la que ahora arde en la memoria. Y te quedas en la biblioteca de casa, mirando asombrado la quietud de los libros en los estantes, como perdidos en una bruma muy densa y muy fría. Casi no respiran, aunque sabes de sobra que están vivos, latiendo, y mantienen encendida una estrella en su interior que habrá de prender la noche y las ausencias.
Sabes del helor de estas mañanas de diciembre, que luego habrá de agrandarse y tornarse más negro y más vengativo en enero, cuando los días comienzan a crecer mínimamente y parece que regresan la esperanza y las cigüeñas. No obstante, todo está tan revuelto y loco que te llevas la agradable sorpresa de encontrarte en el jardín al madroño cuajado de flores, y unas últimas rosas, muy tristes y solitarias, en un rosal escondido que ha hecho la proeza de brotar con unos capullos tímidos y silenciosos, evasivos, casi, como para no hacerse notar. Son milagros cotidianos, como la vara de San José y sus sueños. Pequeños asombros para resistir el mordisco del desasosiego. Lástima que luego habrán de llevarse todo las inmisericordes heladas, que, como la necesidad, tienen cara de hereje; y no puedo, llegado a este punto, por menos que acordarme del verso de Góngora en "Dineros son calidad". ¡Ay, Don Luis, que verdad tiene!
Los libros resisten también. Saben que no están abandonados, que quien los leyera un día aún los recuerda y volverá a acariciarlos como se acaricia a un animal de compañía que nos ha salvado de tantas soledades. Los libros llaman desde la memoria y desde los plúteos en los que hibernan, para volver a ser redimidos del olvido y de la sinrazón. Y susurran, pero no son cantos de sirena. Más bien son voces de vida que reclaman de nuevo nuestra atención, para avivar el fuego, para que no se apague la antorcha de la lectura y de su belleza.
No es la quietud de la muerte, ni el silencio de los cementerios. Los libros conversan, viajan juntos, se entrelazan, reviven en cada búsqueda, y siguen haciendo de la biblioteca, de toda biblioteca, un hábitat misterioso, un lugar espiritual, un refugio ante tanta tormenta como nos amenaza. ¿Nos salvarán los libros de los nuevos bárbaros o seremos saqueados como Roma por los visigodos? Allí la Ciudad de Dios y San Agustín. Y mientras te preguntas por ésta y otras cuestiones te acuerdas de San Benito, y sus islas monacales, y ya no sabes si en este siglo tan relativista y tan líquido serás capaz de encontrar amparo y respuestas.
Entre tanto sucede lo que habrá de venir, sigues pegado a las brasas de la cultura que parece morir ante tanto desafuero tecnológico y productivo, como un despojo, un deshecho que ya no funciona, un descarte del sistema que se autoalimenta y busca la eutanasia de lo que considera viejo y gastado, inútil aunque hermoso, en un canto del cisne perpetuo que quizá nos lleve a la extinción sobre la faz de la tierra. No sirve ya de nada recordar a Homero.
Y de los libros, a las flores de diciembre, que he encontrado bajo el tibio sol de este día, que parece no querer ser a fuerza de pensarlo, y encuentro en todo ello consuelo, pues me se humano y muy frágil en este Adviento de horas lentas y anocheceres largos. Pronto será Navidad y se que estas melancolías se disiparán, habrá Luz de nuevo en Belén y en mi corazón prenderá la alegría, y la noche tendrá fin y cantaré para celebrarlo.
Fernando Alda Sánchez
(Foto: pixabay)
Qué hermoso Fernando, cómo transformas en bellas palabras los sentimientos. Me siento totalmente reflejada en ellos. Gracias por seguir con esperanza. Un beso enorme, desde mi íntima biblioteca.
ResponderEliminarNos quedan, al menos, las bibliotecas, Mayte. Un besazo
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