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miércoles, 18 de diciembre de 2019

En el silencio


        La lluvia y el viento cabalgan sobre el amanecer, presagian una tempestad de cenizas, de rescoldos minerales mal apagados, de corazones que han ardido en la lenta combustión de la tristeza, con llamas de pirita  y corindón. En la estancia, solo  ausencias, un vagar de recuerdos irredentos y fantasmales, como el aliento lóbrego de seres aparecidos que en la noche hubiesen dejado su rastro de ponzoña e insania.

        En estas ínsulas ajenas a lo humano habita hoy el corazón,  que quiere dejar de latir, de tan desarbolado como está, para entrar en una ataraxia que conduce inexorablemente a la muerte, como arrastrado por la filoxera del tiempo. Para vivir hay que morir, tal el grano de trigo, y es necesario abandonarse al silencio, como dice el cardenal Robert Sarah, frente al ruido ensordecedor del que estamos rodeados y del que somos cautivos, para encontrar a Dios, a aquel que como manifestaba Pascal es el único que puede llenar el hueco terrible que llevamos como impronta en el alma desde la noche de los tiempos.

       El mundo ruge, como un león, gira frenético, busca devorarnos, suena estridente en sus millones de poleas  y engranajes, hasta un zumbido de colmena de abejas enloquecidas pone la música de fondo. Yo prefiero callar, salir a campo abierto, buscando las soledades de Castilla,
para escuchar el silencio, para inundarme de él. Buscar el Todo en la Nada, como hacían los místicos carmelitas, Teresa y Juan, despojado de equipaje, de bagajes inútiles. Únicamente quiero el sonido de mi corazón roto, que rechina, una lágrima de ternura, el susurro de Dios entre el viento, al otro lado de las nubes, bajo el palio protector de la luz altísima y vertical.

       Allí, donde se juntan los surcos en perspectiva, en las ruinas de la ermita, San Martín de Serrota,  o de monasterios antiguos y abandonados, la Virgen del Risco, La Armedilla, Santa María de Moreruela, Extramuros, con el canto gregoriano descolgándose de las gargantas de los monjes, o el eremita, San Baudelio de Berlanga, la palmera que lleva al Paraíso,  buscando, siempre buscando, camino a Duruelo,  en lugares que no figuran en los mapas, en estos paisajes tan solitarios y vencidos, tan asombrosos, en los que es posible no oír la tormenta, el naufragio del hombre, el desastre de las almas huecas, como las de Elliot, derrumbarse en esta tierra tan baldía y saqueada en la que que no crece la hierba, como si Atila o su caballo hubiesen pasado  por la misma.

       En estas desolaciones transcurre la mañana, recordando a Fray Luis de León y La Flecha y el Tormes, como a los sabios que en el mundo han sido, para hacer de la soledad virtud, de la ausencia necesidad, y de todo cuanto abarcan los ojos un hogar. En estos días en los que está uno como desabrigado, a merced de todas las intemperies posibles, es bueno hallar cobijo y un poco de sentido frente a tanta batalla como vamos perdiendo, aunque todo dependerá de la certeza con la que el sol ilumine, finalmente, el transcurrir del día.

        Se que en estos avatares y peregrinaciones habrá, hay ya, otros compañeros de camino, que siguen mirando hacia lo Alto y Profundo, queriendo saber, conociendo, escuchando el silencio, y entonces, sabiendo que en los pasos que nos llevan a Emaús nos encontraremos con Cristo Resucitado, que nos dirá que somos torpes y necios pues no hemos querido creer lo que dijeron los profetas, tendremos compañía y habrá otro que prenderá nuestra candela cuando la misma se apague en el fragor del mundo y sus veleidades y apariencias, en su engaño peligroso, y nos arderá el corazón.

       Así ahora, y mañana también. Caminando.

Fernando Alda Sánchez

(Foto, Pixabay: Abadía benedictina de Whitby, Inglaterra, UK)
     
       

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