La niebla no deja hoy respirar a la luz. En su densidad habita el olvido, esa canción tan triste con la que sueñas todas las noches poco después de dormirte tras haber leído algunos párrafos del "Libro del desasosiego", de Fernando Pessoa o Bernardo Soares, mezclados ambos entre las brumas violentas de Lisboa y del Tajo. Un fado suena en la memoria con la voz húmeda de la lluvia que no termina de caer, y podría ser de noche todo el día, en esa duermevela que te nace de los labios sin terminar de nombrar el mundo. Como el musgo.
Quizá vives no en la Calle Melancolía, de Joaquín Sabina, sino en la Calle Amargura, esa por la que nos llevan en ocasiones casi a diario hacia donde no queremos ir, arrastrando nuestras penas y miserias, los jirones del espíritu que está despedazado en medio de las inclemencias del tiempo y de sus celadas. Y no basta con apretar los dientes y tragar las hieles que cercan el paladar, ni es suficiente abrir las ventanas, pues ni el aire o el sol son capaces de entrar y poblar estas espesuras interiores que te han ido creciendo como ramajes a fuerza de regarlas con la esencia de la desidia.
En las lejanas torres de esta Constantinopla que es Ávila en el imaginario del "escribidor de Langa" no están encendidas las almenaras de Gondor, ni siquiera las mujeres que capitaneó Jimena Blázquez pueblan, disfrazadas con petos, sombreros y lanzas, el adarve de la ciudad, que parece inerme e indefensa ante Aníbal, como Roma. Sobre las torres, solo niebla, un vagar tristísimo de aves negras, de crespones incendiados, como la procesión del fin del mundo, el finisterre, en un oficio de nieblas o tinieblas que hace crujir las clavijas que sujetan el alma y hasta los mismos huesos del que mira con asombro todo cuanto ocurre.
Encender el fuego y esperar, como ha sido siempre, desde que el mundo es mundo, desde la larga y oscura noche de los tiempos, para que las llamaradas presten su tibieza a la habitación y disipen las primeras sombras, unos metros más adelante, allí hasta donde la vista alcanza en el negror de la caverna platónica que llevamos en la cabeza. Y entretanto, una oración a Cristo, que nos salva de la muerte y de los estragos del mundo, para esperar su llegada en este Adviento que parece tan desesperanzado, con nuestra lámpara en la mano bien provista de aceite, pues no sabemos la hora.
Todo lo demás es intento vano, inútil ejercicio, despilfarro de fuerzas. Ya será el momento en el que la estrella anuncie nuestra liberación. Entonces, alabaremos. Nos habrá nacido el Salvador.
Fernando Alda Sánchez
(Foto: pixabay)
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