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Viene la tarde
alumbrando espejos
heridos, la llave
de los secretos, la luz
profunda y lúcida
de un ocaso
ardiendo en los confines
desolados de la memoria.
Te miras las manos,
vacías de todo nombre,
solo polvaredas
entre los dedos,
la demolición
de todo cuanto existe.
Azucenas o cedros
te devuelven
lo que olvidaste
en las entretelas de la sombra,
los esbozos de una mirada,
los libros abandonados
para siempre, como flores
rotas que van ajándose
en los jarrones del sueño.
Ya no es posible respirar
más allá de los valles
de melancolía
en los que habita
la madre de sal de las lágrimas,
el musgo del deseo,
el decrépito canto
de un alcaraván que anunciase
el imposible
regreso de la infancia muerta.
Ya no te quedan palabras
para evitar el último
encuentro, y te hallarán
dormido, y tal vez
en tus labios crecerá
un largo beso de silencio.
Fernando Alda
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