Querido lector:
En esta carta no se muy bien de qué hablarte y corro el riesgo, en porcentaje elevado, de hacerlo de tristuras y melancolías, de esos humores espesos y dañinos que en ocasiones emponzoñan el alma y la van nublando, como queriendo apagar el fuego sagrado que arde en los tuétanos de la misma. Suena en el equipo de música una vieja cinta de casete con los Conciertos de Brandeburgo, de Johann Sebastian Bach, y luego vendrá Antonio Vivaldi, con sus Cuatro Estaciones. Son de las pocas cintas que aún me quedan y que se pueden escuchar con cierta calidad y sentido, y la música me lleva, como la magdalena proustiana, hacia regiones incógnitas de la memoria, como si las cajitas de material plástico, así las define el diccionario de la RAE, para el registro y reproducción del sonido (y que a mis hijos les parecen antediluvianas) desenterrasen recuerdos que aún no he tenido y que vienen al presente, desde un pasado remoto, para ser vividos de nuevo, como recién hechos para mí, recién sacados del fondo del pozo, en el que viven las salamandras, y los viera, pese al cieno del que vienen, claros y nítidos, perfilados convenientemente, para dejarlos volar y arder, para que sean rescoldos que se queden para siempre en mi paisaje espiritual, ese del teresiano Castillo interior.
Podrían parecer recuerdos de infancia, postales sepia, retratos al aguafuerte, con trazos sobrios y duros, que vienen para quedarse en las entretelas de lo más cercano, allí donde habita lo reciente, lo que salió del horno hace pocas horas y aún humea y deja aromas de perfección, de perpetuidad, aromas que son como el vuelo de las aves que llenan con su intensidad los volúmenes del día, que se ha despertado anunciando cielos limpios, transparentes como los élitros, para luego ir tornándose en vidrieras grises, ojivales, tal vez rotas por efecto de una mala pedrada lanzada por una mano vengativa, tal la quijada que utilizó Caín para asesinar a Abel, y será la tormenta de junio la que se apodere de la tarde y de sus espacios, de las alcobas en las que duerme aún el agua que está por venir, y los rayos desaforados, y el susto, acaso el suspiro, también, de un corazón no resuelto, como ese del que nos hablaba Gabriel Celaya en uno de sus poemas.
Prosigue la música con toda su sonoridad, ocupando la tierra de nadie que tengo en mi estudio, aquí donde escribo y leo, donde están encerrados mis pensamientos, los libros y los útiles de escritura, los cuadernos, los versos que aún están por venir, pues los otros, los que son, ya vuelan libres, no se por dónde, para ser aves de paso, avecillas que buscan, como nosotros, el consuelo del nido, la copa del árbol, el hueco en una pared, para que sea hogar y plumón, el tibio abrazo que necesitamos en tiempos de helada. El oleaje de las notas musicales mece cuanto soy en este instante, cuanto seré dentro de poco, en unos minutos, dejando constancia de lo frágil y pequeño que me alzo sobre la corteza del mundo, tan áspera y desabrida en muchas ocasiones, apenas sin dejar sombra, por muy vertical que me encuentre en la llanura, puede que como ese junco que el viento dobla a placer, pero que, afortunadamente, nunca se quiebra.
Soy esa caña pensante de Blaise Pascal, que tan bien supo ver, con su lucidez de filósofo y matemático, lo que somos, una caña solitaria, a la orilla de una laguna, que bien puede ser el mar, ese piélago oscuro y terrible al que nos enfrentamos a diario, por fuerza de la costumbre, por obligación, para que no se nos hunda la barcarrota en la que vamos. Y en ese enigma estoy, buscando la verdad, enredado en un mar de los sargazos en el que los remos se atascan en el intento por alcanzar puerto seguro. Esas son las paradojas que nos salen al camino como a Don Quijote le salían los gigantes y los molinos, y frente a tanto endriago las fuerzas, que ya van escasas o mediadas, se nos vuelven muy flacas, las lanzas cañas, las espadas arados, y el aliento es magro y entrecortado, y querríamos vernos libres de tener que culminar estas hazañas que tan grandes nos vienen.
Menos mal que aún nos quedan los atardeceres, y la luz que parece sangre, ese oro viejo con el que el sol nos regala en su paso hacia el oeste, cuando se va a su casa a dormir para amanecer luego, al cabo de las horas, y que el alba sea promesa suficiente para izar un nuevo día, para alcanzar el cénit no solo del astro rey, sino de todo, incluso de nuestra mirada, a la que dejamos volar, buscando los resquicios para colarse en la imaginación, que será renuevo, brote primaveral en el olmo que yace roto y cansado junto a la fuente de los deseos.
Parece que el discurso fluye y se deja llevar por aquello que del espíritu sale, que no es poco, ni cosa baladí, sino solo el reflejo fiel de lo que en los adentros arde, casi de forma perpetua, y alcanza la superficie de este estanque de sombras con el que hoy he amanecido, y que vela mis ojos, tras un largo paseo por las periferias del sentimiento, que sigue abriéndome puertas, pues aquello que ante mi se me ofrece viene como poesía, como respirar poético, como voz de literarias sirenas, y conforma metáforas, un oxímoron continuo, en la escritura que fue de la lluvia y la nostalgia y que ahora es de las rosas de junio que en el jardín brillan, a las que, dentro de un rato, bajaré a admirar como el que admira una gema engastada en la transparencia de la mañana. Fulgor puro.
De estación de la edad en estación voy, de la primavera al otoño, en viaje, temiendo inviernos que están por venir, y de los cuáles se por otros que en el mundo me precedieron. Tal cual hoy, mi voz quedará prendida en las arboledas y en los cristales de las ventanas, como aliento tibio, una nube apenas de nostalgia y desmemorias. Y seguiré viviendo, en este empeño nuestro de crecer y poblar la tierra toda, el mundo inmenso, estos mapas tan gastados y desleídos que usamos en nuestro periplo, con los que tanteamos los océanos y sus ínsulas, los archipiélagos que éstas conforman, las orillas de lo desconocido que nos atrae y navega, como náufragos solos que saben no regresarán jamás a casa, al útero materno en el que se fraguaron nuestro ser y sentido.
Te dejo por hoy, que desvarío, tal vez la culpa sea de Bach o Vivaldi, pues todo se me vuelve madeja y dédalo, tal vez por efecto del eléboro negro con el que la memoria me despierta en estos días de final de estación. Siempre tuyo, de sobra lo sabes
Fernando Alda
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