Querido lector:
La certeza hoy viene de la mano de las nubes y bien poca cosa es, casi un espejismo, pues todo parece estar camuflado, flotar entre dos aguas, en un aire terroso, en el que la luz tiene que esforzarse por abrirse camino. Se presagia tormenta, como si fuese a venir una plaga bíblica, quizá la melancolía tiñendo de rojo sangre las aguas en las que se sustenta el alma, que sigue buscando apartes, lugares en los que reposar y dejar que la mirada vaya develando el entorno. En este incendio interior me encuentro, como si las llamas quisieran consumir todo cuanto guardo en los adentros, presintiendo la noche de San Juan y sus hogueras, en las que arderán el dolor y las tristezas, la angustia toda, para tratar de renacer en el fuego que purificará las moradas en las que habita el aliento divino que recibimos desde el primer día en el que se consumó el sueño de Dios que somos.
Busco la altura de los cielos, que desde Ávila parece más cerca, y en estas soledades hallo memoria de todo cuanto he sido, memoria de los días, el recuerdo de la noche, tan abierta y mística, que se ofrece como una bendición, como un bálsamo frente a los rigores y estragos del verano, que todo seca y consume, memoria de lo que seré, de este hombre incógnito que seguirá caminando, buscando la sombra de las alamedas, el perfil de las colinas, el campo inmenso que se dibuja ante mis ojos en toda su plenitud de junio, preparado ya para la siega en Castilla, hogar y promesa, pan llevar a manos llenas, mientras en el cielo un milano traza tirabuzones con su vuelo.
Dirás, caro, que hoy estoy poético, más que metafísico, y aunque como un tanto más que el cervantino caballo, el hambre espiritual abre ventanas allí donde no parece posible, y solo la poesía es refugio cierto, pues su belleza nos descubre el interior de todo cuando se nos ofrece ante los sentidos, y es la llave para revelar sus arcanos, el misterio del laberinto, la salida escondida de estos dédalos en los que en ocasiones nos pone la vida y sus desvaríos, eso que llamamos vicisitudes y que nos parecen montañas imposibles de escalar, desfiladeros y abismos, gargantas lóbregas, paredes verticales que acobardan el ánimo.
Estamos, estoy, a la intemperie, bajo el sol ardiente, que parece un cierzo de invierno, más que un viento solano de estío, con las heridas abiertas, sangrando, a punto de las lágrimas, que se resisten a aflorar, a fluir como lo haría un río bajo los puentes de la edad y los desvelos, en medio del desasosiego que me produce vivir. Eso es ser, existir, alcanzar el sentido de la vida, ese que Viktor Frankl encontró en la devastación de Auschwitz, ese que tan difícil nos resulta encontrar en los campos de exterminio que en el mundo son. Y en esas nos encontramos, en la cuerda floja o en el filo de la navaja, resistiendo, para no ir al matadero.
Al jardín han regresado los carbonerillos y parecen llenar el aire, como si Dios me los enviase para decirme que no me ahogue, que Él está conmigo, que Cristo camina a mi lado, y en ocasiones me lleva en brazos, de tan herido y maltrecho como estoy. Alguna urraca, azulada y blanca, en su desparpajo, se deja ver, y los mirlos, tan elegantes, y un verderillo, que se muestra hermoso y descarado, la corneja burlona, un colirrojo tizón, que está encendido. Los pájaros dan sentido a todo cuanto sucede, pues no tienen preocupaciones. El Señor los viste y alimenta, y solo tienen que cantar, como hacemos los poetas, sin preocuparse de si alguien está escuchando su canto, pues lo único importante para ellos es la belleza y la vida, no la audiencia, esa que tanto nos agobia en este mundo acelerado, corroído hasta sus tuétanos más ocultos por la prisa. El qué dirán.
Y esto que te manifiesto me consuela. El hablarlo me consuela, el contarte estas sinrazones mías es alivio y motivación, como una chimenea que liberase todo el hollín que la pena más negra ha ido dejando en ella a lo largo de los años y las derrotas. Por eso hablo, tal vez como los vates homéricos, para decirte que la vida cabe en un verso, y que hay que cantar y decir y escribir, como si todo fuera uno en un mismo torrente que manase a chorros de entre las rocas, de las heridas por las que respiramos todos los días, como si fuese una costumbre, un uso acomodaticio, para no tirar jamás la toalla, pese al cansancio o la acidia.
Con este turbión te dejo; espero no haberte incomodado en demasía, pues no era esa mi intención. A veces los sucesos y los sentimientos se mezclan así, como las cerezas en un cesto, y vienen unos con otros, de tal forma que es imposible desenredarlos sin que por el camino se queden jirones de ambos. Como siempre, espero impaciente tu carta. No te retrases. Que estos días próximos a los idus de junio te sean propicios.
Tuyo
Fernando Alda
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