Ahora que los días vienen teñidos
del fulgor en ascuas del airado
otoño, y en la ventana la muerte
enciende pábilos y me llama y se oculta el sol
llorando, y del cielo la lluvia
son dardos que arroja en la cólera
de sus círculos, cuando en la noche
se alcanza esa hora en que la verdad
prende en los ojos, y uno se detiene
y sabe que está vivo, lúcidamente
aferrado a los huesos del dolor, te escribo,
mujer, esta carta, ahora que te imagino
en la duermevela, tus ojos
ébano en brasas que miran asombrados
el mundo, y la memoria
alumbra aquellas tardes entre cipreses,
o en los glaucos canales
contemplando las sombras de nubes
desvanecerse, tu cuerpo ardiendo en el estío
con las aves, cuando en el alma
se hilvanaban pesares con el cálido
vino y en el corazón no teníamos
otro secreto que el sueño,
y moría la luz y nos amábamos
entre los almiares, el heno penetrante
en señal del campo en orden,
y ésta que leerás, con otros ojos,
a la llama lucubrante de un candil allá en tu retiro,
entre breñas y pinares, en la soledad
del que harto de jaulas quiere vivir libre,
no es otra que la de un hombre
cansado en el acoso, sereno
de haber visto la vida
rondar abismos y al tiempo
incendiar la edad y luego vencer,
y quisiera volver a verte entre estas calles
sombrías de esta ciudad sin nombre,
que mis labios regresen a tus senos
blancos que me tiemblan entre las manos,
saberte en mí, ahora que has muerto
y te vuelvo a enviar esta carta, póstuma para ti ahora,
que será la última, cuando la tierra
el manto funeral que te cubra.
Fernando Alda Sánchez