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viernes, 27 de marzo de 2020

De azul las sombras


       De azul las sombras, la montaña, el fuego, el latido azul de la melancolía de los años que se queda prendido en los cristales de la ventana, sobre la que se recorta un jarrón con acianos, glicinas frescas en el muro en el que habita el musgo de todas las memorias. Es una calle abierta al sur de la tarde, ahora que el mundo está como desasido, desbocado en sus ausencias, cautivo de su propio asombro, y frente al espejo de la luz, tan ajado y amarillo, se pinta el  volar diáfano de los vencejos.

       Alto viene el viento, crecido, revolviendo las escorias ígneas del horno en el que se ha cocido el tiempo, como un pan terminado, que sabe a sangre, como una aurora recién encendida, que nos devuelve el triunfo y la gloria, la silente persistencia del lenguaje que estamos soñando en las alcancías en las que guardamos los recuerdos que hemos ido abandonando tras deshabitar las alcobas del alma, las zonas muertas, los sembrados en los que crecen el olvido y la cicuta.

       Hasta la tiniebla tiene sus pupilas, que son como estrellas, luceros en el filo de la lumbre en la que calentamos, tan lentamente, tan solos y entristados, el cenit del día, la mala hora, la pena que agria todo consuelo esperando el vino y la celebración del tránsito, el camino incierto, los puertos altos que hay que traspasar buscando el azul de la muerte, el postrero aliento, la corona  del momento en el que habremos de expirar y dejar únicamente un rastro de aire, una sutil brisa, el paso del céfiro que cabalga desde el oeste en el mediodía de las puertas que dejamos entreabiertas como para huir, por si acaso, de la vida y sus desastres.

       Es en el silencio en el que escuchas la voz de los antepasados, los que fueron derribados, los que ardieron pasto de las llamas, los que abrazaron la súplica y la misericordia, los que claman, los que alientan, aquellos que como raíces de una higuera siguen  buscando el agua, el pálpito del cielo, la mirada inconclusa que desde las colinas nos busca para habitar unos ojos nuevos, estrenados en la visión de lo que no se manifiesta.

     Así un poema, descolgándose de los labios, de la voz profunda que a manantial de miel sabe, el mundo inmenso, la desolación de las guitarras con las que canta un paisaje de azules árboles y de tierras rojas, en esta primavera en la que todo se estremece al paso de la lluvia tardía que recuerda a un otoño no extinguido, al más largo invierno, al sucederse de los meses en una única estación en la que va filtrándose, como por los pliegues del terreno, entre las rendijas de lo que está siendo, la nostalgia del mar y de los páramos.

     Celebra el paso, la quimera no habrá de preguntarte más por los misterios que encarnan la existencia. Habrá un verso de Horacio, un orbe oscuro y el cetro que lo gobierna, las cosechas madurando en los campos, los frutos generosos que habrán de ofrecerse en el final de todas las fiestas, el despertar de lo que somos y ahora entregamos al encantamiento y la certeza. Somos.

Fernando Alda Sánchez

     







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