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lunes, 23 de marzo de 2020

En el jardín de Bomarzo



     Parece estar uno en el Jardín de Bomarzo, el de los monstruos, el que construyera el noble italiano Pier Francesco Orsini, en el siglo XVI,  en medio de sus delirios, fruto de amargos sueños, que tan bien describiera en su magistral novela Manuel Mujica Lainez, cercado como estoy por los nuevos bárbaros, que no vienen más allá del Rin, sino de la lejana Asia, de Wuhan, de China, en forma de virus. Y así escribir en estas horas inciertas, como lo hiciera San Agustín con su "Ciudad de Dios", tras el saqueo de Roma por Alarico, rey de los visigodos en el 410 d.C. Tal vez él pensase que los libros de su biblioteca le podrían salvar de esas invasiones (así lo evoca José Jiménez Lozano), como pienso yo ahora, instalado también en la mía, que los libros, la cultura (y añado que la ciencia) pueden salvarnos de esta nueva peste  que nos mantiene recluidos, como en arresto domiciliario. Me viene a la memoria el "Vae Victis" (Ay de los vencidos) que pronunciase otro saqueador de Roma, casi 800 años antes, en el 387 a.C. el galo Breno, pues vencidos parecemos en estas soledades.

         Quizá estamos asomados, en estos días en los que la muerte cabalga desatada, como Pier Francesco Orsini, antes de su fallecimiento, ante la misma Boca del Infierno, de su jardín en Bomarzo, pensando que por allí iría al destierro eterno, y nosotros nos asomamos a un abismo que cambiará, eso es seguro, nuestro existir ya para siempre, quizá nuestra forma de enfrentarnos a la vida y al mundo, pues ahora, al menos, nos parece que ya nada será igual. Acaso como el noble italiano, contrahecho, cínico, con el corazón atormentado, que siempre me ha recordado al Ricardo III de William Shakespeare, salvando todas las distancias. El italiano, antes de morir, ve un anillo de Benvenuto Cellini, de acero puro, en su meñique crispado, lo último que vieran sus ojos "antes de que la noche implacable los cegara y me arrastrase, pobre monstruo de Bomarzo, pobre monstruo pequeño, ansioso de amor y de gloria, pobre hombre triste, hacia el bosque de los verdaderos monstruos y de la postrera, invencible, apaciguadora luz", como él mismo dice y nos cuenta el escritor argentino en su relato.

      En estas visiones recobro la lucidez y por sobre las colinas intuyo un vuelo de alondras que llama a la primavera, más allá de estos monstruos que Orsini soñara hace ya quinientos años y que ahora parece que habitan en nuestros jardines, instalados como parcas al acecho de todos, tal vez las moiras griegas, siempre esperando un desliz en nuestro destino, en el caminar vacilante de la luz, entre las esferas no desveladas del tiempo.

     Parecemos en ocasiones la viuda bíblica que dio de comer a Elías un pan hecho con las últimas medidas de harina y aceite que tenía, esperando a morir con su hijo, de tan lacerados como estamos en esta lucha que no pensábamos, en medio de nuestra anestesia social, de tanto bienestar como nos hemos inoculado en los genes, que habría de llegar nunca, que las pestes ocurrían en el mundo antiguo y no en el postmoderno, en el que la tecnología ha entrado a formar parte con tanta fuerza en nuestras vidas que ya no necesitamos de Dios, ni la compañía de Cristo, que está doliente, ahora y hasta el fin de los tiempos, a nuestro lado. Quizá sea momento para reflexionar, como la caña pensante que somos, según nos dijo Blaise Pascal, para que se avive el alma que tenemos dormida, como cantaba Jorge Manrique cuando supo de la muerte de su padre.

    Arde la memoria buscando referencias, buscando cómo aliviar el presente, que tan triste y enojoso se nos presenta, atentos a unas estadísticas de fallecimientos desbocadas, que traerán más dolor, más angustia y más desgarros, temiendo infectarnos, no con los virus informáticos, sino con los que devoran la carne y el hueso que nos sostienen. Y frente a ello, qué preguntas nos quedan por hacer, qué respuestas obtenemos de la tragedia, del acre sabor de la derrota, pues nos está doblando el brazo en este pulso un ser microscópico, cuestión ésta que nos aterra aún más. Y ahí, al borde del abismo, pensar, y sentir de nuevo, acaso como lo habíamos hecho siempre, aunque de ello nos hemos olvidado: somos seres finitos, extremadamente limitados, y pese a nuestros avances y progresos, tenemos el mundo patas arriba y no sabemos, cuando pase esto que nos ocurre, cómo lo vamos a arreglar, a reconstruir, una vez que acabe este infierno (y pasará, eso seguro, y saldremos victoriosos) pues todas las certezas se nos están viniendo abajo, y es que todas las seguridades, todos los cortafuegos que nos hemos construido con nuestras pobres fuerzas, como bien sabía Pier Francesco en la hora de su muerte, no son nada, de nada sirven, son humo en las hogueras del sufrimiento.

     Enciendo una oración junto a una vela en este Jardín de Bomarzo en el que habitamos, tan severo y tan melancólico como se me aparece, y le pido a Dios un respiro, una bocanada de aire fresco, para que no se nos olvide respirar 13 veces por minuto, que dijera Gabriel Celaya en uno de sus poemas, pues necesitamos un aire nuevo, un volver a ser, acaso refundarnos desde el abatimiento que ahora sentimos, sabiendo, tal vez, que esto que ahora nos ocurre puede volver a tener lugar en el futuro. Esa será nuestra espada de Damocles, al que tan mala pasada le jugase el tirano de Siracusa Dionisio I, tras tanta adulación como recibía por su parte. Así Horacio en una de sus odas, cuando dice:

"Para aquel que ve una
espada desenvainada
sobre su impía cabeza,
los festines de Sicilia, con su
refinamiento, no tendrán
dulce sabor, y el canto de
los pájaros, y los acordes
de la cítara, no le
devolverán el sueño".

   Pese a todo, ato a mi cuerpo las riendas de mi cuádriga, como los aurigas del Circo Máximo, a la esperanza, a la generosidad, a la lucha de tantas y tantas personas como estos días están demostrando valor y amor sin límites para que en algún momento el laurel de la victoria pueda coronar nuestras sienes. Nunca tantos deberemos tanto a tan pocos, recordando al hilo de todo esto las palabras de Winston Churchill ante el sacrificio de los pilotos de la RAF en la Batalla de Inglaterra durante la II Guerra Mundial. De nuevo.

 Fernando Alda Sánchez


(Foto, Jardín de Bomarzo: Pixabay, auspiciada por
shutterstock)
   

       

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