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viernes, 20 de marzo de 2020

Una caña pensante


         Ahora más que nunca me siento una caña que piensa y que siente, como decía Pascal, una caña limitada y frágil, en pleno confinamiento domiciliario por el coronavirus, una caña que trata de acompañar, de entender el dolor que comienza a desbordarse ante tanta muerte y ante tanta soledad como imperan en lo que creíamos era una sociedad del bienestar, en la que nos sentíamos tan cómodos que no hemos sido capaces de ver el peligro que se nos venía encima pese a tanta tecnología como tenemos desplegada, aunque ahora, eso también es cierto, nos está resultando muy útil para solventar ciertos problemas.

        Ya es primavera en este hemisferio de la Tierra, aunque hoy no se nota, pues el invierno se resiste a irse en estas alturas abulenses, tan cerca de los cielos, tan deshabitados como estamos, y amenaza la lluvia con venir a dejar unas lágrimas muy tristes, muy abandonadas en este Fiesole boccacciano en el que me encuentro, dejándome ir en melancolías, en nostalgias, perdido entre los bucles y tirabuzones que el tiempo se ha empeñado en ir formando en su avance lento, procesional, huyendo de sí mismo.

       Quizá tengamos que cambiar de forma de vida, de modelo de ciudades, y regresar a estos pagos, como los de Ávila, tan necesitados de gente, regresar al campo, a los pueblos vacíos y vaciados ahora que se ha puesto de manifiesto que el teletrabajo es posible para algunos oficios, por más que para otros resulte imposible o inútil del todo. No lo se, resultará difícil llevar a cabo estos giros copernicanos, pero algo tendremos que hacer, como cambiar también el ser por el tener, el amar por el aparentar, el compartir por el acaparar. Estos son algunos de los retos a los que tendremos que enfrentarnos como gladiadores en medio de una arena adversa, quizá la de Verona, en los próximos años y tratar de abandonar esta realidad virtual en la que parecemos vivir, tan anestesiados, tan confortables, tan idos de nuestro propio ser, tan alejados de aquello que es molesto, sucio o que nos incomoda mínimamente, y forjarnos de nuevo, como se hizo con Narsil para convertirse en Andúril, en "El Señor de los Anillos", que escribiera Tolkien, en la adversidad.

      Y es inevitable regresar a algunos conceptos medievales, o del posterior barroco, tras tanto carpe diem como nos hemos metido en vena, y decir, como Jorge Manrique, que "recuerde el alma dormida...", o asomarnos a algunas pinturas barrocas, con sus esqueletos y guadañas, para saber, como dicen los trapenses eso de que "hermano, morir habemus". Ya los césares de Roma, y los generales, en sus desfiles de triunfo llevaban junto a ellos, en la cuádriga, un esclavo que les decía "memento mori", recuerda que vas a morir, para que no se creyesen inmortales. Acaso es que ahora, de tan atolondrados como estamos, de tan cómodos, se nos ha olvidado eso, hartos de esconder el hecho de la muerte en frías salas de hospital, en tanatorios, para despachar el asunto de forma rápida.

     Nos gusta todo edulcorado, hasta las medicinas más amargas, y no soportamos el oficio de tinieblas que en ocasiones es la vida, tan llena de tenebrarios en los que se nos van apagando las luces, como en la Semana Santa, ya próxima, y se nos apagan hasta las luces de los templos desde los que el Santísimo espera nuestra visita, tan alejados como estamos a la trascendencia y a hablar con Dios, pues pensamos que nos bastamos por nosotros mismos, con nuestras pobres fuerzas, centro del universo como creemos ser. Pero allá cada cual con éstas cuestiones del alma que afectan a los adentros, pues por mi parte lo tengo muy claro y me acojo a la misericordia divina.

     Nadie piense que con estas reflexiones trato de pintar más de negro lo que suficientemente está tiznado en estos días. Pese a todo enarbolo mi ánimo en lo más alto, dispuesto para cualquier combate, y se que la alegría es el camino que hemos de seguir para aliviar tanto llanto como nos desborda, tanta angustia como nos recome, pero la alegría no puede ni debe ocultar la verdad, la certeza de que estamos de paso y de que no se puede vivir de espaldas a ello pese a que nos gusta estar en un permanente fin de semana en el que si se nos trastocan los planes que tenemos se nos viene abajo el sombrajo, sin palos que lo sostengan, y nos nace una frustración por dentro, como el gusano que marchitó el ricino bajo el que se sentaba Jonás a contemplar la destrucción de Nínive (que finalmente no llegó a suceder), pues no estamos preparados para que nos cambien los planes que con tanta soberbia y tanta pompa hemos preparado. Y nos han cambiado, eso es seguro, de golpe, lo que habíamos planeado con tan inocente inconsciencia. Espero, por el bien de todos, que una vez pase esta peste no nos entreguemos a las bacanales a las que estamos acostumbrados, como si nada hubiese pasado, y sepamos celebrar la victoria con contenido impulso, sabedores de que sólo ha sido una batalla y no la guerra toda.

      Si ya no somos conscientes de ésto, entonces es que estamos perdidos, aguardando, con nuestras seguridades ficticias, una nueva plaga, un nuevo desastre, con la cara de asombro del que pillan con el paso cambiado y no espera el golpe. Vivimos una situación de emergencia, y tiemblo por todos, pero especialmente se me enciende la sangre al pensar que otras personas, en otros países con menos recursos y menos medios que nosotros, acaso estén abocadas, Dios no lo quiera, a un desastre mayor. ¿O no pueden llegar a sufrir males mayores por falta de remedios? No perdamos la perspectiva ni el oremus.

     Dejo ya al lector tranquilo, que bastante paciencia me ha demostrado al seguir leyendo, pero en ocasiones hay que tragarse estos sapos de dolor con los que nos desayunamos a diario, y mantenerse firmes, resistiendo, como la caña pensante de Blaise Pascal, perdido entre sus números y sus pensamientos, en la certeza de que somos valiosos y fuertes y de que el viaje, como le ocurrió a Ulises, tiene una meta, por más cíclopes o sirenas que puedan salirnos al paso, por más que el mar esté embravecido e Ítaca se halle muy lejos. Esas sirenas (y recuerdo ahora el magnífico cuadro del  pintor victoriano Herbert James Draper, o el Canto XII de la Odisea) son los ensalmos del mundo, en los que estamos como enredados, perdidos, como si fuesen los sargazos que dan nombre a nuestro mar, sin salida en medio de la oscuridad, cegados por tanto resplandor y tanto oropel como arde ante nosotros.

       Reconozco que el discurso me está saliendo muy tenebrista, muy barroco, y que puede llegar a atragantárseme, pero no hay cuidado, acostumbrado como estoy a estas tinieblas. Se navegar de noche, guiado por las estrellas y por la Providencia, a la que enciendo, todos los días, una velita para que no se olvide de mí, para que cuando mire aquí abajo sepa que sigo existiendo, clamando, para que Dios me siga mirando con ternura, como a un hijo suyo que soy, en esta soledad, y no se olvide de cuánto le amo.

Fernando Alda Sánchez


   

 

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