En, primer lugar, quería daros mi más sincero agradecimiento por los comentarios que recibí en mi último relato, pues me animan a seguir escribiendo con mayor ilusión. En este relato he querido explorar lo que es el concepto de "alma romántica". Recientemente he descubierto la literatura del Romanticismo (sobre todo por mi padre, que es un gran admirador de este movimiento) y me ha fascinado con su sensibilidad. En mis escritos me interesa principalmente transmitir las emociones de cada personaje, y me baso siempre en sentimientos para escribir los argumentos de mis relatos. Espero que disfrutéis de él y que, si no conocíais este tipo de literatura, os descubra un mundo que os aseguro que no os va a decepcionar.
El mediodía
se encontraba teñido una vez más por la melancolía que pesaba en
su interior, tan amarga y falta de esperanza, dejándose arrastrar
por los fantasmas de su recuerdo en las profundidades de aquel
pandemónium de pensamientos que agitaba su memoria. “Si tan solo
me concedieras un instante de calma, si tan solo me otorgaras una
mínima misericordia”. Vanamente resultaba mendigar una escasa
compasión a un alma negada a vislumbrar felicidad entre sus sombras.
Charlotte Carlton observaba distraída el paisaje perfilado en el
horizonte desde el balcón de su dormitorio. El viento amenazaba con
despojarla de su velo, por lo que se veía obligada a sujetarlo.
Ella siempre
había creído que su vida era plena y había poseído todo aquello
que había deseado. Una gran educación y el prestigio de ser una de
las damas más elogiadas de todo Derbyshire había henchido su
orgullo y su confianza en sí misma. Su matrimonio con Robert Carlton
al principio no le había resultado de gran fortuna, pues él ya
había dejado atrás los buenos tiempos de la juventud, acercándose
precipitadamente a los cuarenta, pero su elevado estatus social y su
encantadora propiedad de Bringston Hall fueron suficientes para
sentirse dichosa. Los viajes por Europa, los bailes de la temporada
londinense y los lujos y comodidades nunca sobrarían para una dama
como Charlotte. Sin embargo, el enigmático mundo de la alta sociedad
inglesa, un confuso baile de máscaras y formalidades, jamás la
preparó para soportar las verdaderas penalidades de su
insignificante existencia.
Resultó que
el señor Carlton se hallaba inmerso en un negocio con el señor
Birdwhistle, propietario de unas ricas tierras al oeste de Hampshire,
las cuales él tenía la intención de adquirir con la beneficiosa
finalidad de acrecentar sus riquezas, por lo que viajaron a
Winchester, donde se reunirían para firmar el acuerdo. Y es en estos
acontecimientos en los que nos percatamos de que somos frágiles cual
jarrón de cristal, que no está íntegramente en nuestras manos
dirigir las riendas de nuestra vida. Aquella noche, un incendio se
desató en las cocinas de la pensión donde Robert y Charlotte se
hospedaban. Las llamas devoraron con famélica avidez hasta el último
rincón del edificio, reduciéndolo todo a escombros y cenizas. Tanto
Robert como ella sobrevivieron al fuego, pero Charlotte sufrió tales
quemaduras que le desfiguraron de forma severa el rostro. Perdida la
gracia de su hermosura, el miedo al escarnio social se apoderó de
ella. Por ello, su solución fue encerrarse entre los gruesos muros
de Bringston Hall.
Abandonó el
dormitorio conyugal para trasladarse a una amplia habitación situada
en la zona más alta de la mansión, con un gran balcón que daba a
los jardines exteriores de la propiedad. La única excepción era
cuando salía a pasear bajo el oscuro manto de la noche. Allí no
permitió que entrara ninguna otra persona, salvo su doncella, Amy,
quien la atendía en lo que ella necesitara. El señor Carlton,
enormemente frustrado por el confinamiento de su esposa (por más que
había insistido en verla, su negación seguía firme), fue
consintiendo que su conducta se degradara, amargando su humor y
recurriendo a diversiones y compañías pecaminosas para hallar
consuelo. Charlotte no se mantenía ajena a estos asuntos, ya que su
doncella la comunicaba cada movimiento que tenía lugar dentro de los
muros de la mansión. No obstante, ella prefería cubrir su rostro
con un velo y desahogar sus pesares con la melodía de su piano y con
la escritura de un sinfín de cartas sin receptor.
En aquel
momento, ella había finalizado otra de sus cartas y la había dejado
sobre el escritorio. Asomada a su balcón esperaba que la visita de
su marido terminara para poder tocar libremente el piano. No sería
nunca su intención causarle a Robert un interrogatorio por parte de
sus invitados acerca del intérprete del piso superior. Unos golpes
en la puertas la devolvieron a la realidad.
-Señora,
el visitante del señor Carlton ya ha partido.
Nada más
abandonarla su doncella, ella procedió a distraer sus pensamientos
con el placentero tono de su piano. Dejó el ventanal que daba al
balcón abierto para que aquella luz que reflejaba la languidez de su
ánimo la inspirara.
Paralelamente
a esto, se encontraba John Byrne abandonando los jardines de los
Carlton tras haber concluido su visita. El señor Byrne era el nuevo
propietario de la mansión de Netherley, a unas pocas millas de
Bringston Hall. Nacido en el seno de una adinerada familia de
Irlanda, había viajado hasta Derbyshire para ser el dueño de sus
propias tierras. Sin embargo, todo rastro de voluntad que pudiera
haber en esta decisión era inexistente, pues había sido la presión
de sus padres lo que le había conducido hasta allí. En su más
insensata veintena, John era de esos espíritus que se guían por sus
confusas emociones, un hombre incomprendido que vagaba por la faz de
la Tierra en busca de aquellas sensaciones que saciaban su
constantemente atormentado ser, evadiéndose de su entorno a través
de mundos idealizados por bellezas inverosímiles. Era por causa de
la ausencia de control de sus sentimientos que había acabado
peligrando su integridad física en numerosos escándalos, por lo que
sus progenitores se vieron forzados a tomar medias al respecto.
Conservaban la esperanza de que su hijo se centraría en sus
obligaciones, y consideraban que darle un cargo tan importante como
ser dueño de su propio territorio surtiría efecto.
Debo
aclararle, querido lector, que estas medidas no habían efectuado
cambio alguno en el comportamiento de John.
El joven
Byrne, a pesar de su irracionalidad, era un caballero educado, por lo
que había ido a Bringston Hall a presentarse al señor Carlton. Su
intención había sido exclusivamente la de una breve visita y luego
regresar a Netherley para allí volver a perderse en sus
ensoñaciones, sin embargo, percibía aquella extraña música que
procedía de aquel balcón, la cual le suscitaba demasiada curiosidad
como para marcharse sin más. La melodía del piano era triste y con
graves tonos de desaliento. Sentía la aflicción de cada nota
filtrándose por los recovecos de su mente, como si fuese la suya
propia, de la misma manera que todas ellas plasmaban la agonía
existencial de su esencia a través de la evocación de sentimientos
pasados.
Fue entonces
cuando una ráfaga de viento lo sacó de su ensimismamiento y sacudió
las elegantes cortinas del balcón. Asomó por éste, elevada por la
corriente, una hoja de papel que, con su sutil descenso, llegó a
parar a las manos de John. La tinta aún estaba fresca y los trazos
estaban realizados con pulida sutileza. La música no cesó ni nadie
salió a reclamarla, por lo que procedió a su lectura. Y jamás
creyó ser humano rendirse cautivado ante tales palabras.
Era como la
caricia de los árboles, el canto de una ninfa, la firmeza de las
montañas y la impetuosidad de los mares. La angustia expresada en
aquella carta lo embriagaba sobremanera de sublime fascinación,
laceraba y estremecía sus vísceras de puro delirio. ¿Cómo los más
sencillos términos podían ser tan delicados y feroces en una sola
naturaleza? El tormento de las palabras concernientes a la dama que
las había escrito (llegó a esta conclusión por medio de algunas
expresiones empleadas), al igual que la cadencia de la melodía, que
ahora más que nunca impulsaba su acelerado corazón, mostraba el
más cristalino reflejo del suyo, ambas almas moribundas que
deambulan rogando un ápice de felicidad. Y era su alma la que
necesitaba de la suya para subsistir en la crueldad del destino, y
era este mismo destino el que se había apiadado de él con un ser
moldeado por su semejante desconsuelo.
De tal modo,
John Byrne fue seducido por una idealizada pasión naciente de un
abstracto espejismo, pero él no llegaría en ningún momento a
sosegar su desenfreno, al contrario, consentiría su libertad, puesto
que él nunca aprisionaría su espíritu con viles cadenas.
Alimentado por el afán de sus románticas aspiraciones, pasaron
lentamente los meses, mientras Charlotte persistía en su
aislamiento, ajena a todo acontecimiento, y Robert habituaba
actividades perjudiciales.
Sin embargo,
la inquietud interior de John no se colmaba con sus fantasiosos
ideales, dado que un hombre no es capaz de contemplar su razón si
ésta es obnubilada por el fuego de su amada, así que optó por
recurrir a una medida decisiva.
Habiendo
manifestado el estrellado firmamento todo su esplendor, se encaminó
hacia Bringston Hall en compañía de uno de sus sirvientes, Alfred,
por si surgían complicaciones de cualquier clase. Antes de salir,
Alfred le había entregado a John su pistola. Dicha pistola había
sido un obsequio de sus padres por causa de sus temerarias acciones
para su defensa en ocasiones de gran peligro en sus imprudentes
altercados. Su objetivo era tratar de arrojar una carta al balcón
que contenía la confesión de sus sentimientos, indicándole un punto
a las afueras de la propiedad para reunirse con él al caer la tarde
del día siguiente. No fue necesario, no obstante, este
procedimiento. Una mujer engalanada con un velo negro y unas
vestiduras del mismo color caminaba por los jardines, bajo la luz
noctámbula de la luna. Charlotte había salido para uno de sus
paseos.
John no dudó
en que se trataba de su amada, por la elegancia de su andar y el
misticismo de su aura. Acelerándose el pulso en sus venas, se
aproximó a ella apresuradamente y, en el momento en que estuvo lo
suficiente cerca para que Charlotte se sobresaltara y preguntara el
motivo de su intromisión, él se aventuró a declarar sus
descabellado amor.
-Señora, no
es mi propósito importunarla a estas horas de la noche, pero le
imploro que escuche lo que tengo que decir. Desde el día en que leí
su carta mi corazón quedó hechizado por la magnificencia de sus
palabras. He caído en lo más profundo del abismo y el amor que en
mí ha despertado me ha salvado de esta condena. Es mi deseo, por
tanto, profesarle mi afecto vehemente y sincero.
La
proposición de John fue respondida con el asombro de Charlotte que,
además, aprovechó para recriminarle que le hubiera robado algo tan
íntimo como era su carta. John se justificó explicando cómo la
carta había llegado a parar a sus manos, sin recibir la credibilidad
de ella.
-¡Me
escandaliza su falta de decoro! ¿Cómo puede atreverse a cometer la
insolencia de mancillar la dignidad de una esposa con sus
ofrecimientos impuros?
John reparó
en que su amada no era otra que la esposa de Robert Carlton.
Charlotte hizo el ademán de retornar a la mansión, pero el firme
agarre de John a su mano la retuvo.
-No crea que
estoy aquí para pedirle favores que estén fuera del respeto hacia
una dama. Es su alma lo que anhelo, y la suya y la mía están hechas
del mismo dolor.
-Le pido
amablemente que abandone estos dominios y no vuelva a aparecerse más.
-Aunque sea,
señora, concededme el deseo de conocer su nombre y ver su rostro.
John no se
doblegó y continuó con su insistencia a la señora Carlton. Alfred
no podía hacer otra cosa más que presenciar la escena con absoluto
pavor. Entre el forcejeo y los gritos de Charlotte pidiendo auxilio,
John logró despojarla de su velo y observar las facciones que tanto
habían embellecido sus pensamientos. Sus rasgos deformados le
horrorizaron terriblemente. De todas formas, aquello no provocó
variación alguna en sus sentimientos, aún efusivos y obstinados.
Las voces de
Charlotte llegaron a oídos de varios de los sirvientes de la
mansión, que avisaron velozmente a su señor para alertarle de la
circunstancia. Robert, armado con su pistola, salió a buscar a
Charlotte en la penumbra de la noche, y cuán tremendo fue su estupor
al presenciar a su esposa sin su velo tratando de zafarse de las
manos del señor Byrne, quien hablaba sin cesar de su amor hacia
ella. Robert estalló en cólera y, apuntando a John con el arma, lo
amenazó para que dejara tranquila a su mujer.
-¡Lárguese
inmediatamente y no se acerque nunca más a mi esposa!
Lo que no
esperaba el señor Carlton era que John fuera a desenfundar
igualmente una pistola, lo que aumentó el nerviosismo en ambos
contrincantes. Los sollozos de Charlotte no bastaron para hacer
razonar a su marido.
-La desdicha
de su esposa no me habría traído hasta aquí si usted, señor,
hubiera cumplido con sus obligaciones como marido y no hubiera
permitido que se hundiera en su perdición. Es por eso que pretendo
sanar las heridas de su alma, para que vuelva la alegría a su
semblante y goce de la verdadera felicidad.
Robert se
sintió gravemente dolido por el comentario de John, considerando que
él todavía sentía aprecio a su esposa. Esta ofensa provocó que
perdiera la compostura y disparara a John; instante seguido, él
imitó la acción. Uno recibió el disparo en el hombro, y el otro en
el pecho.
El cuerpo
inerte de Robert Carlton se desplomó en el suelo.
Frente al
horror de Charlotte, que se inclinaba para abrazar el cadáver de su
difunto esposo, y el agolpamiento de los sirvientes con el ademán de
perseguir al asesino de su señor, Alfred cargó con John para huir
de allí cuanto antes. Por fortuna, lograron escapar de los
sirvientes y llegar a Netherley a tiempo de que un médico pudiera
salvarle la vida. No se alejaron de los jardines de Bringston Hall
sin antes atender a las amenazas de Charlotte.
-¡Cobarde,
malnacido, vuelva y afronte las consecuencias de su agravio! ¡Le ha
arrebatado la vida a mi marido y, con ello, me habéis arrebatado la
mía! ¡No huyáis, malhechor, y pague por sus pecados! Que el peso
de su conciencia lo torture hasta el fin de sus días. ¡Malditos
sean el aire que respiras y la sangre de tus venas! ¡Oh, desolado
corazón mío, apaga de una vez tus sufridos latidos y arráncate de
mi pecho! No concibo el vivir sin mi Robert, y ha sido un error
haberlo alejado injustamente. ¡Robert, Robert, escucha mis súplicas
y no me abandones!
Si acaso,
querido lector, piensas que esta historia acabó aquí, no perciba
como una ofensa que le contradiga. Posteriormente a estos hechos,
John fue curado por un médico (al que hubo que sobornar con una
generosa cantidad de dinero para que no lo delatara) y regresó a
Irlanda con sus padres, pero no les relató lo ocurrido. Ya que
ninguno de los sirvientes reconoció al señor Byrne, no pudieron
acusarlo de asesinato. Un entierro al que asistieron los familiares y
amigos más cercanos supuso el final del señor Carlton. Charlotte se
atribuyó la culpa del fallecimiento de su esposo, de haber provocado
su sufrimiento con su distancia, y esa culpa la enloqueció hasta el
desgraciado extremo de acabar internada en un sanatorio, donde se
consumió hasta la muerte.
John,
finalmente, puso fin a su alocado libertinaje y aceptó las
responsabilidades de su posición social, quedando satisfechos sus
padres por su aparente maduración. Pero sus remordimientos lo
persiguieron hasta el último suspiro y no halló jamás su espíritu
la serenidad. El rostro desfigurado de aquella dama a la que amó
incluso sin saber siquiera que su nombre perduraría grabado en su
memoria.
Elvira Alda Peñafiel
Elvira Alda Peñafiel
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