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jueves, 19 de marzo de 2020
Las raíces de los olivos
La Peste Antonina, que tuvo lugar entre el 165 y el 180 después de Cristo, diezmó el imperio romano, calculándose los muertos en más de cinco millones. Se llevó por delante al emperador Lucio Vero, corregente con Marco Aurelio. El médico Galeno la describió muy bien. Fue una plaga de viruela o de sarampión. La Plaga de Justiniano, que afectó al Imperio Romano de Oriente, en un largo periodo de tiempo, dejó entre 25 y 50 millones de muertos. En la Edad Media la Peste Negra dejó alrededor de 25 millones de muertos solo en Europa. La denominada Gripe Española tuvo como consecuencia 50 millones de víctimas mortales en todo el mundo, y no la tenemos tan lejos, pues fue en 1918. Mira uno hacia atrás, la Historia, desde el padecimiento que estamos soportando en estos momentos por el coronavirus y comprueba que siempre hemos estado hechos del mismo material, arcilla frágil, y que el ser humano ha estado sometido a estas pruebas terribles en todas partes. Hasta en la Arcadia y en las utopías reina la muerte.
Me asomo en esta mañana de San José, al que pido protección, al jardín de casa, en el que están a punto de brotar las primeras lilas, como bienvenida a la Primavera, y al presentir las flores, aún en la memoria las mimosas que he visto en el Valle del Tiétar y en otros lugares de la provincia de Ávila, crecidas al resguardo del invierno, me pregunto cómo se sentirían aquellos antepasados nuestros confinados también en sus casas frente a estas pandemias que se extendían durante años y que iban matando, poco a poco, a sus familias, a sus vecinos, sin saber muy bien cómo se propagaban o por qué estaban causadas. Probablemente sentirían mucha más angustia que nosotros, aunque es cierto que los aquí presentes somos descendientes suyos y llevamos en nuestro ADN los mismos miedos y las mismas preguntas de siempre.
Y es que estamos hechos con las mimbres de todos los que nos precedieron, que han sobrevivido al azote de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis y, por tanto, son como las raíces milenarias de los olivos, madera muy dura, casi piedra, hechos de una resistencia que habrá de sostenernos en éste y en futuros embates, tal es nuestra voluntad para afrontar desgracias. Eso sí, siempre acompañados, unos de otros, del mismo Cristo, que está aquí, doliente, con nosotros, sufriendo la negrura y extensión de la noche, que en ocasiones parece interminable.
En el silencio oigo todas las voces que conforman mi ser, aquellas que se llevó la guadaña de la muerte, que heló el cierzo, que sepultó la cellisca, las voces que dicen sigue, resiste, camina, pues si tú vives nosotros lo seguiremos haciendo también. Y en la luz, que hoy está como nublada, demasiado gris, parecen prendidas todas sus miradas, el temblor de su piel al saberse vulnerables, como lo somos todos. Resuenan ahora las Coplas a la Muerte de su Padre, de Jorge Manrique, que me hablan de ríos que van al mar, y son los ríos como sangre, como el aliento primigenio, como la albura de la nieve o el aire recién creado por Dios, las primeras lágrimas que derramamos al saber lo que es el dolor.
¿Quién fue el primero que supo que aquí estábamos de paso? ¿A quién se lo contó bajo la inmensidad del firmamento? ¿Cómo ardía su alma al hacerlo? No hay memoria de ello, pero presentimos el temblor del corazón de aquel que diera el primer paso, tan vacilante y lleno de incertidumbre, como no atreviéndose a hacerlo. Y así seguimos, resistiendo, amando la vida que nos ha sido regalada, y la libertad, por la que bien podemos arriesgar la primera, que nos recordara Miguel de Cervantes.
No entendamos estos padecimientos como una huida, como un tratar de escaparse a toda costa, dejando tirados a los más débiles, sino como una oportunidad para cambiar, para creer, para ser, como una forma de crecer que nos hará plantearnos nuestra existencia de otra forma, para ver el mundo de otra manera, evitando la sociedad del descarte, en la que los que no producen o no sirven para producir sobran, y teniendo en cuenta que solo juntos, todos, saldremos de esta situación. Bien lo saben y lo sabían nuestros padres y abuelos, reunidos al calor del fuego del hogar, en las noches sin término.
Es el aleteo del alma al nacer, el rostro de la madre que nos mira, el beso inicial, la lluvia que nos abraza siempre que cae para devolvernos la vida. Como cristiano que soy no me gusta lo que dijo Heidegger de que el hombre es en sí un ser para la muerte. Cristo no murió en vano, no resucitó en vano. Estamos hechos para la vida, para amarla y prodigarla, para seguir peregrinando por la faz de la Tierra.
Fernando Alda Sánchez
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