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lunes, 13 de abril de 2020

Asedios


       La lluvia nos regala en estos días de Pascua una sensación de irrealidad que resulta compatible con los sentimientos que nos brotan de los tuétanos en el confinamiento que padecemos por el coronavirus, que parece ha venido a cambiar el mundo y nuestra relación con él. Al menos se mantiene ardiendo la alegría por Cristo Resucitado, que todo lo hace nuevo y me alienta en el silencio, en la soledad de las horas que no tienen fin en el reloj, perpetuamente encadenado a la noria de la rutina más atroz, la de no saber cuándo tendrá salida esta situación.

       La memoria se escapa a otros lugares y otras atmósferas, como la vivida en la novela de Arturo Pérez-Reverte, "El asedio", cuando las tropas napoleónicas habían cercado la Ciudad de Cádiz en plena guerra de liberación frente a la francesada en la que los españoles nos estábamos jugando el todo por el todo, el ser o no ser hamletiano, pues ésta, como ahora, quizá, es la cuestión:

"Si es más noble para el alma soportar
las flechas y pedradas de la áspera fortuna
o armarse contra un mar de adversidades
y darles fin en el encuentro".

      Son, ciertamente, días de asedio, en los que poner en práctica la resiliencia de la que estamos hechos, buscando el sentido que necesitamos frente al dolor y la sinrazón, tal vez volviéndonos todos un poco quijotes en este empeño de acometer los molinos de viento que nos cercan, que tan desaforados nos parecen para nuestras flacas fuerzas, mientras vemos cómo el Bosque de Birnam avanza hacia la colina de Dunsinane, como lo hiciera delante de las narices de Macbeth, quien no pensó que tal cosa podría ocurrir ni que pudiera matarle un hombre nacido de mujer. Tampoco los troyanos pensaron que el gigantesco caballo de madera que les habían dejado a las puertas de la ciudad los helenos contuviese en su interior su desgracia, pero el mundo, y los asedios, están llenos de minas y celadas, que tratan de atraparnos como la red del cazador del salmo, la peste funesta que ahora nos cerca y tanto sufrimiento está causando.

       Trece meses estuvieron los pobladores de Numancia resistiendo el asedio con el que Publio Cornelio Escipión Emiliano, el Africano Menor, sometió a la ciudad, ubicada en el Cerro de la Muela, en Garray, en la machadiana Soria, tan querida, hasta que en el verano del 132 a.C. los numantinos prefirieron la muerte antes que la rendición, tras sufrir muchas penalidades y congojas. El gesto ha quedado en el imaginario de todos y, acaso, es símbolo de resistencia frente a la negra suerte de la fortuna.

      El estrépito en las caídas suele ser grande, como ocurrió en la de Constantinopla, en el 1453, a manos de los turcos, pues en esa fecha se considera que terminó la larga Edad Media en Europa. El escritor abulense José Jiménez Lozano veía las Murallas de Ávila, en su infancia, como si fuesen las de Constantinopla, y mi ciudad parece que fue construida, primero por los romanos, y luego por el rey Alfonso VI y su yerno el conde Raimundo de Borgoña, para resistir asedios, aunque en verdad nunca hizo falta. Cuenta, no obstante, la leyenda, que Jimena Blázquez la defendió, con mujeres, niños y ancianos disfrazados de hombres, frente a un ejército musulmán, que al verla tan bien armada no osó asaltarla. Es la leyenda de los sombreros, que todo abulense que se precie conoce desde niño.

      La lista de asedios históricos sería larga de contar. Existen, claro está, otros asedios, más íntimos y personales, que suelen afectar al corazón, pues en ocasiones éste se ve acosado, zaherido, vulnerado, por las vicisitudes que la vida nos pone en el camino como ascuas ardientes o pozos profundísimos de los que parece es difícil salir luego una vez que has caído en ellos. Y así, entonces, vemos frente a nosotros poderosas torres y escalas que tratarán de burlar la vigilancia y la altura de los muros de seguridad que hemos construido para mantenernos en nuestra zona de confort. Muros de polvo y barro que no resistirán el filo del tiempo.

     Lo que ahora ocurre no es que luchemos contra ejércitos descomunales, con sus máquinas de guerra, sino contra un ser microscópico que ha venido a ponerlo todo patas arriba, incluidas todas nuestras seguridades y certezas, tan artificiales como son, pues están construidas sobre arena y no sobre firmezas, como la casa del Evangelio. Sabemos que todo habrá de cambiar, que cambiará, pero no sabemos cómo, desconocemos lo que ocurrirá en los próximos meses, pues los cisnes negros que se ocultan en el devenir de nuestras vidas son la certeza de que todo puede derrumbarse como un castillo de naipes sustentado en el aire. Lo único cierto, desde que el mundo es mundo, es que estamos regidos por la ley de la fragilidad, que se cuela por las grietas de nuestros sueños como una pesadilla de la que queremos huir, incluso ocultándola, escondiéndola para que no nos amargue el bienestar en el que creemos vivir.

      Mientras llueve en la calle, tan solitaria y triste, tan abandonada, viajo de Cádiz a Numancia, a Constantinopla o Troya, y a las ciudades que se han visto asediadas a lo largo de la Historia, en memoria de las víctimas que hubo en ellas y en memoria de las víctimas que ahora nos han abandonado a consecuencia del jinete del Apocalipsis que nos confina y muerde en las entrañas y nos produce tanto duelo. Una oración por  ellas, una vela encendida en el alféizar de las ventanas, aquí están todos los que fueron y hoy recuerdo, con un canto antiguo,
el respirar de todos ellos. "Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere?", me pregunto por su paradero, quizá tratando de ver cuál será el mío cuando el futuro vaya desvelando el lento deshojarse de los otoños que iremos habitando, la fugaz luz del día que pintamos, con dedos trémulos, en el perfil del atardecer.

Fernando Alda Sánchez



   

   


     

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