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viernes, 17 de abril de 2020
Soldados desconocidos
Cárdeno viene hoy el día, alimentando el desasosiego, rompiendo las costuras de la mañana, que busca la tristeza de la luz, un pacto con el corazón, al borde del desaliento, el rodar de las horas en el filo de las agujas del reloj, desangrándose como arena vieja junto a flores de plástico en jarrones desportillados, una marea baja que deja al descubierto la fealdad de los fondos de los armarios y la soledad de las quimeras.
En este que parece el momento final del mundo que hemos conocido, el croquis de la ruina, solo el viento alienta la esperanza, contra todo pronóstico, y establece los alzados de cuanto es y se sostiene, el amargo sabor de la derrota, "vae victis", que nos recuerda Tito Livio en su "Ab urbe condita", perdidas las insignias y los estandartes, el lábaro del sentido, quebradas las lanzas, herrumbrosa la gloria de la victoria pírrica a la que estamos condenados, mientras el alma parece un grifo roto que gotea su melancolía en medio del silencio y de la perdición.
¿Cómo mirar entonces sin resultar herido, sin perder las certezas para hablar o respirar sin que se incendien las médulas con el fuego gélido de la destrucción? Estás vertical en la llanura, frente al marasmo, en este Armagedón en el que todo está desatado mientras unas flores recién cortadas en el jardín oscuro de la nostalgia se inmolan en un sacrificio que recuerda a la belleza que se extingue como pavesas, unas brasas breves que dibujan en el iris de los ojos estrellas fugaces o lágrimas de sol.
Estas desolaciones a nada conducen, es cierto, pero expresan estados de ánimo, revelan el pulso irregular que mantiene la llama, la hoguera en la que arden los sueños de los soldados desconocidos que han caído en éste y en todos los combates, esos sueños que damos por perdidos, el desagüe por el que se nos escapan la voluntad y la esperanza.
Busco el ensalmo de la risa, un verso luminoso de Homero, las coronas de laurel de la vida, el engaño de la voz debida a las sirenas, el mar antiguo, las islas de los cíclopes, las hespérides de la alegría, el vellocino de oro con el que cubrir el desnudo perfil de las ausencias, el arco de Odiseo, el sabor del vino arder en la lengua mientras describes archipiélagos de aulaga y sombra, de humilde cantueso, y un arpa pone música de fondo a la devastación.
Tal la jornada, esperando asalto, las efémeras sobre el agua undosa que irá borrando la sangre coagulada y tensa, el verdor del musgo cubrir el retrato en sepia del último testigo del asombro, un himno, tal vez, que suena a desencanto.
Fernando Alda Sánchez
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