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martes, 21 de abril de 2020

La lluvia en el espejo



      La lluvia pronuncia tu nombre en las calles vacías, en los corazones deshabitados, sobre las aceras inconclusas sobre las que duerme el abandono, el equipaje que hemos olvidado en los andenes desiertos de las estaciones del sueño. La lluvia no perdona, no permite crecer las flores del olvido, la variación de la sombra, el canto de los cielos. La lluvia abre caminos en la memoria, senderos de remembranza, coronando el paso del tiempo que parece haberse detenido en la esfera de un reloj en vía muerta que hubiésemos dejado dormido en un cajón de niebla.

      Ciudades soñadas, ciudad, un croquis de calles, un mapa de la nostalgia, sótanos, buhardillas, aleros y tejados, balcones, arboledas de luz, el alzado de la urbe, una línea del cielo que vas dibujando como el "Poeta en Nueva York" de Lorca, entre versos y la Ítaca que renace en cada lumbre, con el vino que colma la esperanza del regreso, pues

"Asesinado por el cielo,
entre las formas que van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré caer mis cabellos"

como si la soledad entendiese que

"Se fueron los árboles de la pimienta,
los pequeños botones de fósforo.
Se fueron los camellos de carne desgarrada
y los valles de luz que el cisne levanta con el pico".

      Es este paisaje irreal de confinamiento, de cárceles internas, de prisiones del espíritu, pues como Santa Teresa de Ávila "vivo sin vivir en mi" y contemplo

"¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!"

mientras imagino la libertad, el campo abierto, los campos de Castilla en los que divisas a amigos y enemigos, a la misma muerte venir hacia ti, quizá buscándote pues tu hora ha llegado. Estos campos de liberación, de andar perdido pues no es necesario tener rumbo alguno, y vagar, en amor y compaña, como a uno la plazca, con sus soledades y sus ingenios, en esa conversación que siempre vivifica los adentros, cuando nada tiene precio o está tasada su medida.

       Va el mundo desencajado, fuera de sus ejes, desbordado en sus costuras, y nosotros con él, pobres almas, pues

"Somos los hombres huecos,
somos los hombres rellenos
apoyados uno en el otro
la mollera llena de paja"

tal lo escribía T.S. Elliot en su "Tierra baldía", que ya en 1925 estaba cansado de la vacuidad de la vida moderna, y yo me pregunto, un siglo después, si a nosotros no nos ocurre lo mismo, si la inanidad de lo que nos rodea no nos ha convertido también en esos hombres de paja, si no tenemos nuestra cabeza llena de "ruido y de furia", como en la novela de Faulkner, como muñecos bobos que huyen sin saber de qué, simples espantapájaros, marionetas de trapo y cartón rotas en el teatrillo de la vida que no hallan consuelo para sus descosidos, sus heridas, para tantas lágrimas como hemos vertido en el vacío de nuestra existencia.

     Acaso ahora también la tierra parece baldía, sin manos que la restauren, empeñados en nuestras colmenas de oro, en habitar las alturas y no la planicie, en morir entre las ruedas dentadas de los tiempos modernos que el genial Charles Chaplin llevó al cine. Aunque ahora no son acero o cadenas de montaje, sino bits, ceros y unos, y fibra óptica, los que nos esclavizan, y nada parece redimirnos, pues hasta de Dios nos hemos olvidado, pendientes solo de vivir una angustia infinita y vacua, como los"Hijos de la ira" de Dámaso Alonso, en el Madrid de posguerra, que era

 "... una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las
últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el
que hace 45 años que me pudro"

y puede que así nos estemos pudriendo, bajo la atónita luz del sol, que no entiende nada, sin alzar la voz siquiera, dejándonos hacer, escuchando lo que nos cuentan, muerto el libre albedrío en las fosas de lo que ahora llaman la posverdad, esa que nos inoculan como el "Soma" en el "Mundo Feliz" de Aldoux Huxley y que tan anestesiados nos tiene.

     En fin, que ya no sigo con estos tormentos, pues el día ya tiene su dosis y resulta difícil resistir estos embates, esta urgencia de ser, los interrogantes que se perfilan entre las sombras del presente y de lo que está por venir. Al menos nos queda el llanto, el dolor, el sudor de la frente, la alegría y el júbilo de vencer, de vez en cuando, en alguna de las batallas, desiguales siempre, que nos salen al encuentro, como pajarracos de mala ventura, acaso las Morias, siempre atentas a nuestra desgracia, a poner fin al destino. Y así la lluvia, que hoy destiñe el rostro, dejándolo ajado, como reflejo macilento en un espejo con el azogue cariado, un espejo de sombra y miedo que viste de luto el día.

Fernando Alda Sánchez


 

   
     

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