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miércoles, 15 de abril de 2020

Una habitación llena de humo


      No se por qué nos empeñamos en vivir de otra forma, tan ajena a nosotros, cuando  sabemos que lo único que nos hará grande el día de hoy, que viene tan exangüe, es leer un poema en voz alta, decirle a Dios que no nos abandone, pues nos sentimos solos, tan frágiles y rotos como la luz del alba cuando la golpea la lluvia, o ver abrirse una orquídea nueva, que estaba agazapada esperando su momento, el trino cautivo del pájaro melancólico y azul que tienes dentro de una jaula y es el que te acompaña, también prisionero tú en el mundo, como ahora, en estos días de confinamiento, en estas soledades humanas atroces e inmisericordes con las que te desayunas al abrir los ojos, como siempre buscando la luz del sol o el aire necesario para seguir respirando.

       Y sin embargo permanecemos atados al duro banco de la galera de la prisa, remando hacia ninguna parte, sin rumbo, desnortados en medio de una aurora boreal que nos deslumbra pero no nos salva, como el sediento que no sabe que sólo su sed es la que le puede evitar la muerte, pues le conducirá a pozos de agua viva. Y Cristo nos mira y dibuja con el dedo señales en el suelo, en el polvo, del que venimos, por si somos capaces de comprender, mientras nos espera en el camino de Emaús, cuando atardece  y la tristeza sube como la marea, buscando ahogarnos.

      El deseo de querer ser como dioses nos ciega en esta habitación llena de humo en la que vivimos, tal vez la caverna platónica, en la que no somos más que reflejos, nosotros también, de otros que fueron en el mundo y nos han dejado su imagen de espejo en espejo, deformados en este viaje alucinado en el que nos empeñamos en quemar todas nuestras naves, en la sensación de que así el retorno será imposible y estaremos atados al destino que nosotros creemos forjar, de espaldas a la voluntad de Dios, atentos siempre a nuestro propio ombligo, aunque en nuestro caso no es el "umbiculus urbis" de Roma, pues nosotros parecemos conectados únicamente a la muerte en nuestro empeño por salvarnos con nuestras magras fuerzas, tan falaces y estropeadas como están.

       Hoy llueve y tras la seguridad de los muros que son mi cárcel dorada, la jaula que habito como un ruiseñor que mira el mundo tras los alambres de oro y perlas, recuerdo unos versos de Claudio Rodríguez, en el octavo poema de su "Don de la ebriedad":

"... si llegases
de súbito y al par de la mañana,
al par de este creciente mes, sabiendo,
como la lluvia sabe de mi infancia,
que una cosa es llegar y otra llegarme
desde la vez aquella para nada..."

pues la infancia es ese territorio al que siempre volvemos para recordar y saber lo que fuimos, en su intensa pureza, cuando descubríamos la vida y el gusano de la muerte no nos mordía los talones, el del glorioso Aquiles que luchó en los muros de Troya, y cantábamos mientras la inocencia nos entregaba su ensalmo y todo parecía ser posible en las entretelas de la imaginación y el contento. Luego ya vienen el dolor y el desencanto, "sic transit gloria mundi", a ajarnos la mirada, a entablillarnos la lengua, tan herida y desnuda a fuerza de hablarnos para nuestros adentros.

      Ahora que el mundo parece que está ardiendo, como lo veía Santa Teresa en el XVI de los siglos después de Cristo, me gustaría que el cambio que se avecina tuviese un sustento en nuestras raíces y no fuese un revolar de pavesas que aventa el aire, como la paja inservible tras la siega, y que terminan apagándose sobre los tejados, antes de ser simple ceniza. Pero tras tantos tropiezos como uno ha visto en el ser humano a lo largo de los años que han sido, parece necesario hacer de la desconfianza virtud y esperar, como siempre hemos hecho, a que como decía Giuseppe Tomasi di Lampedusa, en su magistral novela, "El gatopardo",  hay que "cambiarlo todo para que nada cambie", y era el año de 1860, cuando también el mundo parecía se estaba viniendo abajo en Sicilia para el príncipe Fabrizio Salina y para el resto.

      El tiempo se nos escapa igual que siempre, como agua o arena entre los dedos de las manos, incapaces como somos de prender  siquiera su esencia, de retener su sabor, acaso, pues por mucho que lo intentemos, el tiempo no nos ama a los hombres, fugitivo siempre, encantado, como Narciso, de ver su reflejo perpetuo en los relojes, robándonos la juventud y los días gloriosos que terminan, inevitablemente, en una cineraria ofrenda de silencio y abandono.

   Llueve, llueve, y en el alma se nos queda una tizne de amargura, el violento origen de las lágrimas, de todas las lágrimas, aunque la lluvia, como dice el poeta zamorano en el mismo poema

"....Estoy pensando
que la lluvia no tiene sal de lágrimas"

ni de ninguna sal, pues nos arrastra hacia tristezas y oscuros bancales en los que crece la adormidera del sueño eterno, el acónito de la desolación, la espada que nunca hemos fraguado y cuyo temple nos sería ahora necesario para abrirnos camino en medio de tanta desmemoria como se nos viene encima.

Fernando Alda Sánchez








   

 



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