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sábado, 11 de abril de 2020

En las catacumbas


          Esta Semana Santa parece estar uno, por efecto de la cuarentena a la que nos tiene sometidos el coronavirus, en las catacumbas de Roma, pues nuestra casa es como un hipogeo, como un nicho, como una tumba, acaso porque también estamos enterrados con Cristo, en el sepulcro nuevo del Calvario, pensando, como las mujeres que iban camino del mismo, quién les habría de mover la piedra. ¿Y a nosotros, quién nos moverá la losa de nuestra sepultura? Solo el Resucitado puede hacerlo, y esperamos con Él en estas horas inciertas a que eso ocurra, la Muerte vencida, Nuestro Señor Glorioso.

         San Calixto, San Sebastián, Domitila, Santa Inés y Santa Priscila, en las vías romanas de acceso a la urbe, Appia, Salaria, un entramado de galerías subterráneas, de tumbas vacías que albergaron sueños de vida eterna, acaso como los túneles en los que se nos pierden la imaginación y el alma en las soledades que el encierro domiciliario nos produce, sin ver mucha luz, sin ver finales, sin ver los cielos o el horizonte inmenso, esperando la libertad. Catacumbas en las que hemos ido dejando sepultados nuestros recuerdos e ilusiones, el relato de nuestras vidas, como quien guarda un tesoro que habrá de ser desenterrado. No puedo por menos que acordarme, al hablar de la Vía Appia, del "Quo vadis, Dómine?" que Pedro le dice a Cristo, cuando él abandonaba Roma en la persecución de Nerón a los cristianos del año 64, a lo que el Señor le responde que va a la ciudad para ser crucificado de nuevo. Todos hemos visto la película homónima, pero me quedo con el cuadro de Annibale Carracci, que recrea el encuentro, pintado en 1602.

       Aunque tenemos la suerte de estar conectados gracias a la fibra óptica y a internet, y hemos asistido a los oficios religiosos, hemos compartido oraciones y súplicas, las tristezas del alma que espera la vuelta de su Amado, no he podido evitar una sensación de irrealidad, de distancia, la visión de un mundo fragmentado, por más global que pueda ser ahora la aldea en la que vivimos, una sensación de destierro y abandono, de lejanías, de un fuego helado que te recorre la médula espinal y te lleva a pensar si no estamos viviendo en Matrix, en la realidad virtual, si todo lo que ocurre no es un mal sueño del que intentas despertar sin conseguirlo del todo, y te quedan restos del mismo circulando por la sangre y las neuronas, como envenenándolas.

      Acaso nunca está más muerta la verdad que ahora, cuando todo es según nos lo cuentan, sin que podamos comprobarlo, y el rostro de lo real se nos asoma por las pantallas de plasma, por esas ventanas electrónicas que ya llevamos adosadas, incrustadas, diría, a nuestro cuerpo, de los teléfonos inteligentes, que vienen a ser como el órgano de ese sexto sentido con el que llevamos soñando desde que pisamos la Tierra. Lo que nos digan, parece que decimos, con resignación, pues no hay forma de comprobarlo, y el armazón de las certezas se nos tambalea al paso triunfal de una narración interesada e incompleta, por más que pueda resultar intensa, desaforadamente intensa, atosigante por la repetición de las mismas consignas con las que nos alimentamos cada día. Y si la verdad no vive, la libertad yace sobre la mesa de autopsias del totalitarismo. Lo que nos cuenten.

      Menos mal que en las catacumbas o fuera de ellas, pues los cristianos sabemos vivir en ambos lugares, con San Pablo podemos decir "Ubi est, mors, victoria tua?", pues Cristo la ha vencido por nosotros, y la misma no es el final. En este Sábado Santo espero al que vendrá a moverme la piedra del sepulcro, la luz del Alba nueva, la Verdad.

       En el jardín de casa, que en estos días de confinamiento es una suerte de alivio para ir contemplando el sucederse de la luz, el arder de los días en la hoguera del tiempo, ya han florecido los lilos, con flores blancas y moradas, que hoy moja la lluvia como acariciándolas, como no queriendo despertar del todo su belleza, la mirada de sus ojos que acaban de despertar a la mañana y al silencio. Allí la melancolía, la sombra, el canto del mundo antiguo que agoniza, entre versos de Horacio, "beatus ille", en medio de lo que parece son las ruinas del mundo.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: Pinterest)
 

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