A mis hermanos y hermanas
cofrades
del Real e Ilustre
Patronato de Nuestra Señora de las Angustias
y Santo Sepulcro de Ávila,
en este Viernes Santo en el que
no saldremos en procesión
por la pandemia del coronavirus
que tanto dolor está
causando
en España y en el mundo
entero
Negra y morada, morada y
negra, la tarde, acompañando a Cristo muerto, en un sepulcro de
cristal y ausencia, y a su Madre Dolorosa, que camina con el corazón
traspasado por siete espadas de fuego, desde las bóvedas de San
Ignacio, por las calles abiertas de dolor, buscando el refugio de la
Muralla, que nos abraza, en esta Ávila que ahora más que nunca es
Jerusalén, procesión de nazarenos y mantillas, en el más oscuro
silencio que habita las gargantas que quisieran clamar y no pueden,
negra y morada, morada y negra, la noche.
No hay soledad más grande
que la del Viernes Santo, cuando hasta Dios ha muerto en la Cruz, y
todo se ha venido abajo, y parece que ni somos capaces de llorar
nuestra orfandad, pues huérfanos nos hemos quedado los hombres, en
este día, tras la hora sexta, en la que todo se nos vuelve Calvario
y vacío, y en Ávila los muros y las torres gimen en silencio,
testigos de esta desolación que nos oprime el pecho, tras haber
asistido, como Pedro, a la luz incierta de las hogueras del Pretorio,
y acaso negando como él a quien es nuestro Salvador, a la condena a
muerte de la Vida, de la Verdad, del Amor.
Ávila está llena de
hogueras que arden en los corazones de pura tristeza, de un
abatimiento tan profundo que sabe a carbón, a raíces, a soledad, a
horas muertas, al más atroz de los abandonos, pues somos, en este
atardecer incierto, como el niño que ha perdido a su madre o a su
padre, y el mundo es un abismo, una altura sin fondo, la boca de las
tinieblas mismas, cuando en los tenebrarios se han ido apagando todas
las luces y parece que no nos queda aliento para asomarnos por el
brocal del pozo, tras el diluvio, y ver si el mundo sigue en ruinas,
tan desolado y yerto como el mismo Cristo que llevamos a enterrar,
quizá al Campo del Alfarero en el que están nuestros pecados,
mientras la luz titilante de los hachones, que es la única que nos
queda, va marcando un camino ardiente de silencio y sangre. Allí el
arcángel, que guarda el cuerpo muerto, en la noche y en el tiempo,
"Quis ut Deus?".
Sólo la voz más antigua
nos grita en los adentros, la voz de las tormentas, la voz del
fracaso, la de nuestra fragilidad, la del barro endeble con el que
estamos hechos. Es la voz de otros hermanos que en esta Ávila
nuestra, tan querida, tan llorada, tan cierta, han vivido otros
viernes, en las primaveras terribles, el mismo dolor que nos anega
ahora, es la voz de aquellos que acompañaron al Nazareno y que
rodaron la piedra en su sepulcro, como José de Arimatea, el cuál
somos todos ahora, cuando parece perdida cualquier esperanza.
En este Viernes Santo del año
2020 en el que además de que Cristo ha muerto parece que el mundo se
nos viene abajo por el dolor inmenso que la pandemia del coronavirus
está causando entre nosotros, ahora que parece que los jinetes del
Apocalipsis cabalgan desatados y rabiosos, ahora que parece que
estamos más abandonados que nunca, el Crucificado es nuestra única
esperanza. Tenemos la suerte, la que no tuvieron los primeros
discípulos, de presentir que vendrá la Vigila Pascual, la
Resurrección de Nuestro Señor, y la muerte y el pecado habrán sido
vencidos. Este Cristo que llevamos muerto volverá glorioso. Por eso
os pido que dejéis encendidos los velones con los que le
acompañamos, para que sepa, cuando vuelva, que seguimos aquí,
esperándole, desde las torres y almenaras de Ávila. La soledad y el
dolor que ahora nos traspasan, como a María, tienen que ser, más
que nunca, el alimento de nuestra fe en el Reino de los Cielos.
Sabemos de quién nos hemos fiado.
Negra y morada, morada y
negra, la tarde, la noche en la que regresamos al hogar, una lanza
también en nuestro costado, el miedo que nos atenaza los tuétanos,
sintiendo que los pilares de la existencia se han derrumbado y
yacemos, así mismo, como Cristo, sepultados bajo una losa de
angustia, con el corazón encogido por el gusano de la muerte, que
parece está riéndose de nosotros, tan desasidos y solos como nos
encontramos, mientras caminamos, tal vez cabizbajos, bajo el luto y
la desmemoria, sin encontrar un sendero que nos lleve al hogar, al
corazón que habitan nuestros anhelos y amores, buscando abrigo en el
que resistir la intemperie de esta noche más triste y más desierta,
la noche huérfana de toda luz, de todo fuego, de todo intento.
Enterramos hoy, con Cristo, a
nuestros muertos, enterramos hoy nuestra desdicha, esperando la Luz
de la Resurrección, sabedores de que nos lo encontraremos, acaso,
camino de Emaús, o como la Magdalena, y no habrá sido en vano todo,
esta Pasión, esta Muerte, este deshabitarse, esta congoja que se nos
clava con hierros tan fieros, esta espera, este miedo. Negra y
morada, morada y negra, la tarde, esperando en la noche más larga el
Alba que viene, la Luz Eterna.
Un fuerte y fraternal abrazo
en Cristo para todos, en esta espera
Fernando Alda Sánchez
Ávila, 10 de abril de 2020
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