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lunes, 11 de noviembre de 2019

Ya no recuerdo el mar


         Me asomo hoy a la luz del día para descubrir el asombro de la celebración, la estancia de la alegría, el círculo de la magia de seguir lúcidamente vivo entre la ruina. Nombras el mundo como si fuese nuevo, a estrenar, y el lenguaje te obedece con la precisión de la maquinaria de un reloj. Se alzan ciudades en la imaginación y no renuncias a habitar las fronteras del reino al que acabas de llegar.

          El mundo sigue girando con el atroz desprecio a todo cuanto pueda ocurrirte, pero eso ya no resulta importante. El cielo está gris, como de ceniza turbia, y en el seto de coníferas del jardín se ha quedado prendida la última lluvia de la noche, como si fuese el adiós para siempre que se pronuncia en el andén de una estación desolada que se encontrase en el fin del mundo, sin nadie a quien mostrar un pañuelo blanco que se agita al viento desde una mano temblorosa. Es la emoción de tanta soledad como logras abarcar en los abrazos que nunca diste.

          El futuro, ahora, en este instante, no tiene nombre. Será siempre esa tierra incógnita que está por descubrir, en la que no hay ventanas para asomarse. Siempre es presente, en la negación del tiempo. Cierta ironía me viene a la memoria y alumbra una sonrisa entre los labios, que quieren hablar y manifestar la rebeldía de lo que fue y hoy no encuentra recuerdo, y ha quedado dormido en una eternidad sin nombre. Es un sueño larguísimo de éter.

         Ya no recuerdo el mar, ni los oleajes del sentimiento, ni la pálida brisa de la ensoñación, o el salitre en las alas al remontar el vuelo para comenzar viaje. Es como una desmemoria arraigada en lo más hondo del corazón, allí donde habita el respirar del abandono, el tenso músculo de lo más ignorado e indefenso. Ya no recuerdo el mar, tal vez tampoco el bramar del viento contra los imperturbables acantilados de lo inevitable.

        En medio de la desmemoria, no obstante, aún arde una llama, como en la tumba del soldado desconocido que todos llevamos dentro, allí donde lloramos las renuncias, las palabras que quisimos decir y no pronunciamos, los amores no correspondidos, lo más oculto e inconfesable qué aún envenena la conciencia.

       Así viene el día, con ese aire de incertidumbre a la que no acabamos de poner rostro en este paseo de los tristes de aceras tan melancólicas y deshabitadas por el que caminas buscando el horizonte de la esperanza, el tibio resplandor de la certeza.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: pixabay)



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