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martes, 19 de noviembre de 2019

Encantamientos


          Hoy, en la memoria, las andanzas de Don Quijote y Sancho, en amor y compaña por los laberintos de mi imaginación. Resuenan nombres entre la niebla, como Puerto Lápice o la Cueva de Montesinos, que conforman el paisaje de un nuevo retablillo de Maese Pedro. El hidalgo loco alancea los molinos del otoño, que giran desaforados, como si fuesen gigantes o endriagos de un reino brumoso.

          El encantamiento me ofrece un bálsamo de Fierabrás con el que ir sanando las heridas que el tiempo ha dejado llenas de sal, a medio cerrar, y el yelmo de Mambrino se ofrece cual trofeo para el paladín que sea capaz de embridar tantos desafueros. En llamas tengo las ideas, con este desgobierno de la razón, y no encuentro la salida al dédalo de la tristeza.

         Como a Sancho, deseoso de gobernar ínsulas de papel, me queda Barataria, el último reducto, como la Ítaca de Ulises y de todos. Y escucho los sabios consejos de Alonso Quijano, más cuerdo que nunca, para que mi empresa sea un éxito. Estas ruinas que ahora contemplo, muros que un día se alzaron poderosos, son hoy pasto de ganados, herrumbre y zozobra, pero mantienen su esplendor, izándose frente a la muerte, cenizas enamoradas, rescoldos de hombres y de sueños.

          Quizá soy el galeote en la cuerda de presos, el pastor enamorado, el escudero hambriento, o Ginés de Pasamonte que trata de burlar la justicia en esos caminos inhóspitos, prestos siempre a la aventura y a la conversación. Acaso me encuentro con el bachiller Sansón Carrasco o el licenciado Pedro Pérez, en amable visita, o el barbero, el ama o la sobrina, quizá Dulcinea tejiendo sueños en El Toboso del deseo...

       Fuera, el frío y el sol, que no se despegan, vuelan, como el grajo, a ras del suelo. Ávila se ha levantado estremecida, mirándose en un cristal de hielo. José Jiménez Lozano decía que cuando él era niño y venía, desde su Langa natal, a Ávila, al ver las Murallas le parecía estar en Constantinopla. Creo acertadísima la comparación que tanto me ayuda a evocar otros lances. Los reinos encantados y los caballeros andantes existen ante semejante contemplación. ¿Qué aventuras hubiera imaginado Don Quijote ante estos muros? Acaso Cervantes no conocía Ávila y no pudo soñarlo. Tal vez ese encuentro literario habría supuesto nuevos desvaríos en esa frontera entre la lucidez y la locura en la que habita el viejo hidalgo manchego. Pero solo es un suponer, en el afán imposible de ir más allá de la narración.

      No son alucinaciones, ni encantamientos, ni hay magos poderosos disfrazando y confundiendo la realidad. El mundo sigue girando vertiginosamente. Los días se suceden y este noviembre al que tanto tememos ya va mediado, buscando su salida. Todos tenemos en el ADN parentescos con Don Quijote y Sancho y siendo, como es éste, muy grande hablador, desearíamos poder contar a otros nuestras cotidianas hazañas, nuestros desvelos y desasosiegos, mientras recorremos los caminos a los que la vida nos enfrenta, para redimir nuestra soledad y el empeño que ponemos en morirnos, finalmente,  acaso sin habernos enterado de que hemos vivido.

    Ayer decía que la nieve ardía en La Serrota, en Gredos también, y así sigue en estas horas en la mañana en las que la nostalgia despunta y remueve brasas dormidas y aviva tizones que prenderán por dentro del corazón, en el alma misma. Los campanarios están vacíos, como nuestros nidos, esperando a las cigüeñas que vendrán por San Blas, trayendo ese poso de alegría y esperanza que, en medio del invierno, muerto el otoño y sus desolaciones, nos hace presentir la primavera. Y entonces seremos, o seguiremos siendo, con el mismo asombro de la infancia, antorchas que alumbran para poner límites a las tinieblas. Y el alma sonreirá, dibujando otras nubes y otras flores, con lluvias y aromas nuevos, como la luz en la calle.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: Pixabay)



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