El día ha amanecido como en penumbra. Las nieblas ocultan el sol escaso y un velo de agua mansa, pero muy fría, viste de tristeza los contornos. Enciendo el fuego en la chimenea con la convicción del que se acerca a un oasis para encontrar en él la salvación. La leña, junto a las piñas, arde pronto, como el corazón de los discípulos de Emaús después de haberse encontrado con el Señor resucitado. Al menos esa certeza prende la esperanza, como una lamparita en medio de las tinieblas, y eso es mucho.
Es sábado y todos han venido a casa. Hay conversaciones y abrazos. Todo bulle. Es, quizá, "la casa encendida", de Luis Rosales. La vida sigue viviendo, pese a todo, brotando en medio de la ceniza de los días amargos y de la soledad, pues tiene raíces hondas, que buscan el agua como las higueras, y la encuentran, y renace el espíritu y una sonrisa se nos queda prendida en el rostro para el resto del día. Incluso, creo, también para la noche, en la que si la niebla lo permite contemplaremos el plenilunio.
Alguien me dice que ya estoy escribiendo sobre tristezas y melancolías, sobre fondos grises, sobre lágrimas y quebrantos. Pero no es así, es solo que en ocasiones la realidad aprieta, y el que escribe no puede sustraerse a los embates de la crudeza, a los zarpazos del dolor. Uno se aferra, por ello, a lo que tiene, y si miras bien a tu alrededor siempre hay otras almas que padecen grilletes mas atormentadores que los propios, y no es que sea un consuelo, pero es un motivo para seguir apretando los dientes y mirar de frente, sabiendo que no estoy solo, pues además de los que me rodean y me quieren bien, tengo a Cristo, que me abraza como un amigo.
Afortunadamente el fuego arde y expande su calor. Verlo crecer es mucho más que un consuelo, es la constatación de que estoy vivo, de que en las entrañas hay amor, de que la pascaliana caña pensante además de pensar, ama, de que por encima de toda realidad, de toda razón, los sentimientos, de los que estamos fuertemente entretejidos, son más fuertes que la muerte. Estamos hechos para amar y entonces, creo que así es, somos "polvo enamorado", que escribiera Francisco de Quevedo en ese soneto inmortal que ahora recuerdo como si lo llevase escrito a sangre y fuego en la piel.
La lluvia sigue deshaciendo la luz neblinosa,otorgándole un cetro de tristeza al día, que no quiere avanzar, pues teme el ocaso, la rendición a la noche. Pero no hay forma de detener la determinación del reloj, la zozobra de lo inevitable. Y a eso nos enfrentamos a cada instante, todos los días. Soy, somos.
El fuego abraza, como buscándote los entresijos, dentro de los muros que conforman el espacio sutil de la chimenea. Enloquece, acaso como nos ocurre a nosotros cuando en la cabeza nos bullen tantas ideas y tantas sensaciones para las que no hay escape, puesto que somos como árboles en pleno invierno que quieren crecer y nunca llega la primavera.
No todo es duelo. Por debajo de la luz están los recuerdos, plegados en la memoria. Un verso puede desatarlos, liberar su empuje, el ímpetu que nos sobrepone a la desolación. Y así se irá consumiendo el día, en la celebración del olvido, en el festejo perpetuo de ser. Mientras, escribo.
Fernando Alda Sánchez
(Foto: Pixabay)
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