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miércoles, 20 de noviembre de 2019

Tanto silencio


           En ocasiones el corazón no tiene quien le escriba, como le ocurre al viejo coronel de la novela de Gabriel García Márquez. Y sales a campo abierto, a retar a la muerte con una espada herrumbrosa y una adarga agujereada, sin peto o cota de malla que puedan protegerte. Y el pensamiento, que suele ser bastante traicionero, se va por los Cerros de Úbeda a las Batuecas, o a Babia, o a esos lugares imaginarios que los escritores han ido creando en el devenir de la literatura. Y cabalgas, esperando que los perros ladren, para tener la cervantina certeza de que vas montado sobre Rocinante, preguntando a los arrieros por el camino a Macondo, a Castroforte del Baralla, a Vetusta, a la misma Ínsula Barataria, o a la Tierra Media, quizá a Liliput, con la ciega esperanza de que todos los caminos conducen a Roma, o a Ítaca, o más bien a la próxima venta en la que encontrarás aventura y también una nueva decepción.

          En esas soledades, que parecen ajenas, pero son las tuyas, estás perdido, buscando salidas entre los pliegues del tiempo. Está la lanza en el astillero de la memoria, esperando que la gloria pueda redimirla, mientras la grisura de la luz se va deshaciendo en la corona de los oteros, entre los chopos desvencijados que el otoño sigue desnudando sin misericordia alguna, como buscando de ellos el tuétano y la savia lenta que aún mantiene su pulso.

          Acaba de amanecer el día y ya anochece. Has perdido las señas para llegar al último reducto de la alegría. Hay señales en el cielo, pero es mejor no mirar y apretar el paso en un intento por alcanzar refugio antes de que la helada comience a perlar los sotos con sus cuchillos. Hoy habrá que salir del paso esperando carta; mañana será otro día y vendrá con su afán y, seguramente, con su miedo.

           Camino a Emaús te encontrarás con Cristo resucitado, y ahora te preguntas si sabrás reconocerle de primeras, o habrás de esperar, como los discípulos asustados, a que parta el pan y el corazón comience a arderte, para regresar luego a Jerusalén. ¿O serás como Jonás, que no quiso ir a Nínive? Hoy le busco en las ermitillas que me salen al paso. Está esperando mi visita, pues hay días en que tampoco Él tiene quien le escriba, tal es la desolación del mundo y de los hombres. Tanto silencio. Un ángel pasa.

         Piensas que a alguna parte te llevarán los caminos. Los milanos apenas vuelan y las tierras de labor duermen, esperando, mirando al cielo. Una cruz de piedra en medio de la inmensidad de los campos y de los alcores te recuerda quién eres y hacia dónde debes ir. Enciende una candela, una velita, si acaso, para no saberte solo en medio de estas derrotas. La estrellita, como la que prendiera Teresa en su San José de Ávila, deshilachará las tinieblas, será faro y compañía.

         Ahora, en la espera, como el coronel, aprieta los dientes, ama; sal, de nuevo, a la vida, y celebra que cada mañana se abren tus ojos, que tus oraciones encuentran gracia. Y sigue caminando, sin rumbo acaso, por estos pagos devastados, por este paisaje en ruinas, buscando, siempre buscando, la puerta por la que alcanzar la amistad de Aquel que te escribe todos los días sin tu saberlo.

Fernando Alda Sánchez


   (Foto:Pixbay)


     



       

       

       

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