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jueves, 7 de noviembre de 2019
El Ángelus y la espera
Se esperaba para hoy la nieve, con su revuelo blanco y su misterio, pero no acaba de llegar. Parece que está en ello, como casi todo en este mundo líquido que es un baile de máscaras, en una eterna Venecia que sigue pudriéndose en sus cimientos y sus canales. Pero la nieve ya vendrá. Se la espera, como al Godot de Samuel Beckett. El día alumbra con un cielo entreverado de nubes albas, que se irán tornando grises, cuando las horas se rediman en el reloj de su condena a muerte. Tempus fugit, como una guadaña de sal que fuese helando los brotes verdes que nacen en el alma y pronto son mudo recuerdo.
Afortunadamente, las remembranzas también brotan, y ayudan a vivir. Hoy anidan de forma muy cálida en mi memorias de infancia, pero no sólo de la mía, sino de la de mis hijos también. Y son como algodones, plumón cálido, ternura infinita. Y escribo esto cuando me sorprende el mediodía, la hora del Ángelus, y no puedo por menos que hacer un alto en el camino de la escritura, para pedir a la Madre que nos siga cuidando, a todos, a mis hijos, y a mi esposa, a la que beso todos los días con una llama de amor más fuerte, y le doy gracias a Dios por tanto tesoro y tanta bondad como me ha entregado para que los cuide. Alumbra entones en la memoria algún lienzo de especial belleza, como la Anunciación de Fra Angélico o la de Leonardo Da Vinci. Y no me canso de verlas.
"Angelus Domini nuntiavit Mariae", el Ángel del Señor anunció a María, y como ella espero yo también que un ángel me visite, me anuncie la buena nueva... en la espera de verdad. Pronto será Adviento, y por encima de tanto reclamo comercial y de tan excesivo consumismo, que parece nos va la vida en ello, en vez de pensar que lo importante es que nacerá Nuestro Señor, que nos ama, hasta el extremo, estaré en tiempo de espera, esperando la llegada de quien viene a salvarme. No es el ángel el que está por llegar, no es el que quiero que venga, sino el Niño Dios. Y será hermoso. Será fascinante. Y la alegría prenderá coronas de fuego en el corazón, como si quisiéramos que siempre fuese Navidad. Más es necesario que se cumpla la Escritura, y vendrá la Cruz y su desgarro.
En la calle, el sol balbucea algunos versos, como queriendo ser poeta, un mal poeta, desde luego. Desde las ventanas la luz se hace más grande, como para ahuyentar penumbras y zozobras. Son sueños humanos los que brotan hoy junto a la nostalgia, arrancando jirones de niebla en la memoria y en el deseo, todo mezclado como el guiso fraterno que se cocina en las marmitas y en las ollas de las altas cocinas de las casas de antes, cuando junto a ellas la vida se hilvanaba y entretejía, en indisoluble vínculo, pues las cosas se hacían con mimbres de compromiso y eran para siempre.
No crea el lector, al que siempre tengo presente en mis oraciones y en estos escritos que van desgranando el alma y la inteligencia, que en ocasiones parece con fiebre, que todo esto que lee son ensalmos y melancolías de otoño, fuegos fatuos, lumbraradas mortecinas de un espíritu débil que agoniza bajo una luz enfermiza de gas. Piense el lector que es un regalo también para él, de parte del que escribe, para que sepa de los desasosiegos por los que transita el que esto firma, que no es más que un hombre, como la hierba del salmo, que nace por la mañana, verdeando hermosa, y por la tarde la siegan, cuando, como decía Juan de Yepes, nos examinen del amor.
No hay cantos de sirena en mi voz, ni añagazas, ni celada alguna. Tampoco tristezas. Solo hay paz, la de Cristo, la que no es de este mundo. Y en ella encuentro el rumbo del camino, del viento que anima al peregrino, pues por tal me tengo, a seguir, de santuario en santuario, buscando, preguntando por Aquel que tanto ama.
La tarde habrá de llegar con la luz que muere, quizá con la nieve a la que tanto se espera en este interminable año de sequía, y somos, acaso, como esos personajes de Luigi Pirandello que están buscando autor, aunque nosotros le tenemos cierto, por mucho que nos empeñemos en no querer saberlo. La tarde se irá, vendrá la noche, y yo seguiré, como siempre, buscando calentar estas pobres manos que me sirven para dibujar el mundo, en la dulce duermevela de los sueños, con hogueras imaginarias y con el calor de los que junto a uno habitan, en plácida concordia, en el paisaje del hogar, para no ser el coronel de García Márquez que no tiene quien le escriba.
Fernando Alda Sánchez
(Foto: La Anunciación, Leonardo Da Vinci, tomada de pixabay)
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