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miércoles, 27 de noviembre de 2019
Paseo de los tristes
Desde los abismos del alma retornan lecturas, confundidas con los sentimientos y los llantos, en esos "Cien años de soledad" que todos parecemos vivir en este devenir nuestro, condes de Montecristo como somos prestos a escapar de nuestro particular Castillo de If. El día también trae sus prisiones, que no son precisamente el "Castillo Interior" teresiano, ni siquiera los muros de esta Ávila mía que sufre ahora los estragos del otoño con infinita paciencia, esperando un invierno que viene con las promesas nupciales del hielo, con el puñal de la helada en la mano, para un banquete de soledad.
Parece uno estar en "Busca del tiempo perdido", en medio de los "Gozos y las sombras" de nuestra existencia, sabedores como somos que nada retorna, pese a nuestras nostalgias y melancolías, pues todo es "pasar haciendo caminos sobre la mar", en mi caso, sobre los "campos de Castilla", evocando a Antonio Machado, que en estos días van despojándose también de los esplendores del otoño en el preludio de la extinción de todo fulgor, de todo destello de belleza. Luego nos quedará el campo abierto, para retar al insomnio y a la luz vencida, al corto recuerdo de que estamos siendo mientras el reloj devana las horas con voracidad de filoxera, como si tuviera más hambre de la habitual y fuera devorando lo que queda de nuestra juventud: gaudeamus igitur iuvenes dum sumus, que cantábamos despreocupados en la Universidad en un perenne carpe diem que ya se nos ha marchitado en los labios y en el corazón, como esas flores ajadas en jarrones con el agua pútrida que son incapaces de brillar.
En uno de los maceteros del jardín han brotado unas breves florecillas equivocadas de estación, pues no son del otoño, reverdecidas acaso por las últimas lluvias, tras tantos meses de sequía, engañadas por la suavidad de la temperatura en estos días. Son un mínimo repunte de color, como diminutas mariposas posadas en el verde revivido, y está el alma tan abotargada que resultan un consuelo, un mensaje de clemencia, un respiro para tanta devastación como contemplan, heridos, los ojos entrecerrados con los que te asomas al mundo como por entre los listones de una persiana de sombra y de miedo.
En este Paseo de los Tristes, y no precisamente a los pies de la Alhambra, en el que transcurre mi caminar en esta jornada que no acaba de alumbrar sus remembranzas, sus desasosiegos, resuenan mis pasos con ecos literarios, con las leyendas de Irving, con el poema de Alberti, que nunca entró en Granada, hasta que al cabo de los años lo hizo por la Puerta de Elvira y la calle del mismo nombre, contemplando toda la belleza que habita entre el Darro y el Genil. Decía que resuenan mis pasos, tal vez con la voz de Lorca, con su llanto y sus lunas de muerte de color verde, en el deseo de una primavera que tardará en llegar, asomado a las almenaras de las cumbres de Sierra Nevada, soñando con el mar, tan cerca.
Ávila y Granada, entrelazadas por lazos de historia y sangre, por el granado que mi amigo Rafael Gómez Benito trajo desde la segunda y plantó junto a la estatua de San Juan de la Cruz en la primera, gracias a la Revista Calle Elvira, y que hoy va creciendo y fructificando en las soledades y rigores de esta Ávila que sueña, como la poesía sueña por nosotros, palabras hermosas y lúcidas, en un sentir de mirtos y de álamos, de estancias místicas, de patios enamorados, de mozas y soldados, en un río sin retorno que va a morir, sesteando, al mar fecundo y dulce del encuentro de la mano de la doncella que es la nieve.
Y en estas evocaciones me dejo ir, sin esperar nada a cambio, a recostarme entre las nubes, a posar mi cabeza, aureolada hoy con una trágica corona de oro viejo, sobre la madre del viento y de la pasión. Cantará mi voz sobre las torres una nana para dormir a los hombres y a los pájaros, que esperan un despertar airado en los confines de la tierra de la desolación.
Fernando Alda Sánchez
(Foto: pixabay)
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