SARFÍLIMEN
El
despliegue de los tonos anaranjados del crepúsculo sobre el pálido
azul del cielo anunciaba la partida del sol y preparaban el paso a la
luna y a su corte de sombras. Dicha marcha la acompasaba el golpeteo
de los cascos de los caballos del duque Cassian de Rosaespinas y su
comitiva sobre el camino. Aceleraban el paso con el ánimo de
alcanzar la próxima aldea antes de que la noche se cerniera sobre
ellos. Tras tres jornadas de viaje desde las tierras de Rosaespinas,
tenían la esperanza de llegar a tiempo al condado de Torresoledad,
donde el joven Cassian contraería matrimonio para el primer día de
primavera.
Hacía
un año que las familias de Rosaespinas y Torresoledad habían
concertado la unión entre los herederos de ambas estirpes, el
recientemente nombrado duque Cassian (debido a la renuncia de su
padre en su favor) y lady Peonía, la hermosa hija del conde de
Torresoledad. Sí, ya sé que estareis pensando que se trataba de un
matrimonio por conveniencia más, de esos que hacen prosperar a las
tierras y sembrar la frustación en las vidas de los cónyuges, sin
embargo, permitidme corregiros y aclarar que, afortunadamente para
la pareja, el amor había surgido entre ellos. ¿Cómo no se iba a
enamorar Cassian de una dama tan agradable y encantadora como Peonía?
¿Y cómo no iba a caer Peonía rendida ante un hombre tan bondadoso
y apuesto como Cassian?
El
joven duque ardía en deseos de volver a ver a su prometida, a la que
no visitaba desde el pasado otoño. Quería poder pasar el resto de
sus días junto a su amada Peonía, sin que cuatro días de viaje los
separaran, sin que tuviera que enviar a un mensajero para hacerle
llegar sus poemas y cartas de amor y no pudiera escucharlos recitados
de su boca, sin que tuviera que conformarse con la borrosa imagen de
su esbelta figura bailando en sus sueños. Y, al fin, después de un
año que resultó interminable, la ansiada unión estaba a punto de
cumplirse.
Cassian
no prestaba mucha atención al camino; a pesar de su fascinación por
la naturaleza, el prefería pensar en la boda y en Peonía. Por eso
Ragnald, su más fiel vasallo y consejero, tenía que ir vigilando
todo el rato que su caballo no se desviara del sendero. Fue entonces
cuando una gran masa verde frente a sus ojos sacó al duque de su
ensimismamiento. Era un enorme bosque, de árboles robustos y
vivaces, que se extendía a la derecha del camino. Le bastó virar la
vista hacia atrás para darse cuenta de que estaban rodeándolo y
parecía que siguiendo la línea limitativa del bosque iba a tomarles
más tiempo del que debían. Tiró de las riendas de su caballo,
frenó y el resto de hombres lo imitaron. Ragnald, viendo que su
señor se había parado sin dar orden alguna de hacerlo y observando
que Cassian fijaba su atención en el bosque, creyó que el duque ya
estaba perdiendo otra vez el tiempo con el paisaje, y no podían
perder ni un minuto más.
-Mi
señor – preguntó-, ¿sucede algo?
-Decidme,
Ragnald, siendo vos un hombre de gran sabiduría y llevando un
considerable retraso en el viaje, ¿por qué estamos rodeando este
bosque, apurados por alcanzar la siguiente aldea, cuando podemos
acampar en él y continuar al día siguiente?
-Creo
que es mejor que durmais en una habitación y no sobre una roca.
Debeis estar bien descansado para vuestra boda, mi señor.
Cassian
sospechó del gesto preocupado de su vasallo. Después de tantos años
de servicio, distinguía cuando Ragnald lo excusaba de algo, y eso
hacía que se sintiera como un niño pequeño.
-¿Todavía
no habéis aprendido lo mucho que detesto que me ocultéis la verdad?
Ragnald, quiero saber qué problema hay en acampar en este bosque.
-Veréis
, este bosque no es cualquiera de esos que crecen en las montañas y
junto a las praderas. Mi señor, os halláis frente a Sarfílimen.
-¿Y?
-¿No
conocéis la leyenda de este bosque?
Cassian
no pudo evitar sentirse avergonzado. Él presumía de conocer todas
las leyendas y canciones existentes en el reino y, no obstante, no
recordaba aquélla a la que se refería su vasallo. Admitirlo supuso
una herida en su orgullo.
-No
sé de qué leyenda me estáis hablando.
-La
leyenda dice que las ílevas habitan Sarfílimen.
-¿Las
ílevas?
-Sí,
mi señor, las hadas de este bosque.
Cassian
soltó una carcajada que hizo ruborizarse a Ragnald. Sonriendo de
forma burlona, contestó:
-No
me digais que os asustan, por favor.
-Nunca
se debe molestar a las hadas.
-Ragnald...
-No
son lo que parecen, mi señor. Las hadas de las que habéis oído
hablar son criaturas bellas y gentiles, pero las ílevas son
totalmente diferentes. Cuenta la leyenda que, mucho tiempo atrás,
unos cazadores se adentraron en Sarfílimen y mataron a una de ellas
para vender su sangre y hacerse ricos, pues un poderoso brujo
aseguraba que la sangre de las ílevas tenía poderes curativos. Las
hadas solían ser seres pacíficos y respetuosos, pero, tras ver la
crueldad con la que daban caza a una de sus hermanas, la venganza las
corrompió hasta convertirlas en verdaderos monstruos.
“Desde
entonces, cada vez que un hombre se atrevía a entrar en su bosque,
no volvía a salir de él, como si las raíces de los árboles se lo
hubieran tragado. Daba igual que fueran treinta de los mejores
guerreros del rey, ninguno lograba huir de allí. Sin embargo, hubo
una vez que un hombre pudo escapar con vida. Era un viejo mercader
que había seguido la senda del bosque ignorando la existencia de
las ílevas. Regresó a duras penas a su aldea, pero ya no era el
mismo. Se había vuelto completamente loco. No paraba de contar los
horrores que había presenciado en el bosque. Duendes que reían
maliciosamente, unicornios con la piel podrida y los huesos asomando
por su blanca piel, una niebla inquietante, animales muertos por
todas partes... Lo más terrorífico era escuchar sus relatos sobre
las ílevas.
“Las
describía con sumo detalle: cómo su piel estaba cubierta por
pétalos de flores, el color verdoso de su pelo, los dos pequeños
cuernos que sobresalían de su cabeza, sus ojos dorados y con las
pupilas rasgadas. Relató cómo su belleza lo hechizó y lo sedujo,
cómo lo arrastró hasta un lago y allí trató de ahogarlo y de
devorarlo. También contó el espeluznate detalle de haber encontrado
los restos de aquéllos que no habían escapado de las garras de las
hadas en el fondo del lago, y de que éstos cobraban vida y tiraban
de él para que no escapara.
“¿Y
qué pasó con ese viejo comerciante? La locura lo consumió tan
ferozmente que acabó muriendo dos días después.
Hubo
un largo e incómodo silencio en el que todos reflexionaron sobre la
historia de Ragnald. De todas las leyendas y canciones que sabía, no
se le ocurría ninguna que pudiera superar a la de su vasallo. Jamás
en su vida podría haber imaginado un cuento tan truculento. Pero
Cassian no se iba a dejar intimidar por una historia para niños.
Aunque disfrutara imaginando las fantasías que éstas dibujaban,
sabía que en la inmensa mayoría de ellas no se debería confiar por
completo en su veracidad. Nadie podía demostrar en ese mismo momento
que las ílevas existieran. Cassian se convencía a sí mismo de
estas palabras, sin embargo, él era humano, al igual que nosotros, y
sabemos que la incertidumbre es algo propio de nuestra debilidad
natural.
Finalmente,
cansado de aquel ambiente silencioso, decidió intervenir para relajar
a sus acompañantes.
-Compañeros,
no entiendo cómo podéis ser tan infantiles de tener miedo de una
leyenda sin sentido. No estoy afirmando que la historia del viejo no
sea cierta pero, sinceramente, ¿no creéis que todas esas
descripciones de sucesos terroríficos y las hadas no se debiera a la
edad? Seguramente el pobre hombre se quedaría en el bosque y tendría
una pesadilla que lo alterara. Lo de que muriera sería por mala
salud. El caso es que la gente distorsiona los hechos y construye
unas paraonias absurdas, que vosotros os tragáis como ingenuos que
sois.
Las
cabezas de todos se agachaban hacia el suelo, disimulando la
vergüenza de recibir una reprimenda de su señor. Ragnald era el
único que no se escondía del duque, porque sabía que era bastante
terco e insistente. A raíz de eso, había aprendido a tratar con el
carácter de Cassian.
-Mi
señor, ¿vos creéis en la existencia de los dragones?
Inmediatamente,
todos volvieron a alzar la vista, confusos y sorprendidos por la
intervención de Ragnald en plena reprimenda de su señor. Cassian,
sin embargo, rio ante otra de las muchas osadías de su vasallo.
-Sé
a dónde queréis llegar con esta pregunta, Ragnald, pero, antes de
cederte la victoria, está en mi derecho defenderme. Sí creo en la
existencia de los dragones, y sabéis que no miento porque ambos los
hemos contemplado mil veces. Es más, hemos cazado unos cuantos en
las excursiones a las montañas. Ahora vendría cuando me decís: “Si
sabéis que los dragones son reales, ¿por qué no podéis pensar que
las ílevas son reales?”. Porque, mi querido amigo, yo no niego la
existencia de las hadas. Los dragones han sido un peligroso enemigo
de nuestras tierras desde tiempos inmemoriales. Han destrozado todo
cuanto alcanzaban a su paso, ¿y no los hemos dado muerte todas esas
veces? Mi conclusión es que, si hemos podido vencer a fieros y
colosales dragones, unas haditas de bosque no deberían asutarnos.
Ragnald
quiso replicar, pero decidió que callar era la mejor opción en este
caso, ya que malo sería contrariar al duque. Para sorpresa de la
comitiva, Cassian relajó la mirada y sonrió.
-Es
mejor que nos olvidemos de este tema, pues os aprecio lo suficiente como
para no querer acabar enfadados para el día de mi boda. Y, ahora,
vamos a buscar un lugar a las afueras de este dichoso bosque para
acampar sin tener que aguantar vuestros lloriqueos.
***
Aún
tuvieron que avanzar un rato más hasta que se toparon con un refugio
entre unas rocas, ideal para descansar. Se instalaron alrededor de
una hoguera que habían encendido previamente, prepararon un austero
guiso de carne y, tras quedar saciados, se acomodaron para contemplar
los millones de estrellas titilando en el firmamento. La noche estaba
especialmente agradable y los caballeros se olvidaron de la leyenda y
de los temores que les producía. Charlaban animadamente entre ellos,
contando divertidas anécdotas del pasado. Cassian se distraía de la
conversación y se entretenía observando las llamas crepitando en la
hoguera, hasta que Ragnald le sugirió que cantara alguna canción
para animar el ambiente. Fue él mismo quien sacó de su equipaje el
laúd, su laúd desde que tenía quince años. Había sido un regalo
de su maestro. Cassian, el cual no podía estar más contento con la
propuesta de Ragnald, agarró cuidadosamente el laúd y, acordándose
de las divertidas veladas que pasaba con su maestro en las posadas,
aprendiendo de los bardos y admirando su talento, entonó la
siguiente canción:
Viene
el tiempo del reino,
de
la virtud de los héroes,
de
la memoria de sus hazañas,
de
la sangre y de la gloria,
viene
el tiempo de la espada,
de
las flores que se cortaron en honor
de
las batallas y las victorias.
Es
el tiempo del fuego primigenio
en
el que se forjó la vida,
en
el que nacieron las nubes
y
las moradas de nuestros padres,
del
fuego que doró los corazones
y
el sufrimiento,
del
agua y de los cielos.
Es
el tiempo de cantar
la
altura de los días,
de
escribir y de vencer,
de
reinar sobre la muerte.
Es
el tiempo de soñar y de creer
en
las auroras del mundo,
de
alzarse sobre las ruinas
y
proclamar el coraje y el esfuerzo,
de
cabalgar sobre las colinas
y
sobre el amanecer de las estrellas,
de
la mano del viento y del mar.
Es
tiempo para el aire
y
la tierra, para la nostalgia
del
hogar de nuestros antepasados
que
duermen en los ríos y en las cimas,
en
los bosques sagrados
y
en el murmullo de la hierba.
Es
el tiempo de vivir,
de
las doradas cosechas y del vino oscuro,
de
la lluvia y su canción misteriosa
y
melancólica sobre los ojos
de
nuestros hijos, es el tiempo de ser,
de
convocar y de reír.
Por
siempre seremos nosotros,
aquellos
de brillante armadura y lanza gloriosa,
jinetes
de la luz
envueltos
en el manto
del
alba y de los sueños.
Cassian
hubo terminado de tocar y todos aplaudieron y alabaron el talento que
poseía para la música. Ese tipo de halagos eran los que alimentaban
el orgullo del duque. Sigueron compartiendo vivencias hasta que solo
quedó un puñado de cenizas de la hoguera y el sueño empezó a
cerrar sus ojos. Fue fácil dormirse para los caballeros, debido al
cansancio acumulado durante todo el día, excepto Cassian, que era
incapaz de conciliar el sueño. Daba vueltas y vueltas, cambiando de
postura bajo la manta, y no había manera. Achacó su insomnio a la
roca sobre la que se había apoyado. Se acordó de la posada en la
que habrían descansado si no hubiera insistido en acampar al lado
del bosque y se arrepintió de ello.
Mientras
buscaba la forma de quedarse dormido, una lejana y misteriosa voz lo
sorprendió. Cantaba una débil melodía. Cassian se incorporó para
descubrir de dónde procedía aquella canción. Bastó dirigir la
mirada a los árboles de Sarfílimen para percatarse de que la
melodía procedía de allí. Sintió el fuerte impulso de seguir el
sonido y descubrir a su intérprete, pero se acordó de la leyenda de
Ragnald y le asaltó la duda. Siempre dicen que la curiosidad no es
una buena compañera de la que fiarse, y ninguno de nosotros nos
salvamos de dejarnos llevar por ella alguna vez. Por eso, Cassian se
olvidó de las advertencias de su vasallo y, escondiendo una daga en
su bota por si tenía que defenderse, emprendió el camino dentro del
bosque, guiándose por la dulce melodía que tentaba a sus oídos.
Poco
a poco, fue atravesando árboles, los cuales eran gratamente verdes y
robustos, rebosantes de vida, cuyas ramas se alzaban orgullosas hacia
el cielo nocturno. Cassian se iba sintiendo cada vez más atraído
por la melodía. Nunca había escuchado una voz tan hermosa. A
medida que se iba acercando, la canción parecía moldearse en forma
de palabras, pero tenía que llegar hasta el punto justo de donde
provenía.
Analizó
detalladamente su entorno y, aunque estuviera oscuro y no lograra
distinguir su alrededor, no encontró en él nada tenebroso. Algo que
no esperaba encontrar era la presencia de unos pequeños y traviesos
duendecillos que lo observaban desde las ramas. Aquellas criaturas
diminutas no resultaban aterradoras, todo lo contrario, sus
minúsculos deditos se encendieron con una tenue luz y ayudaron a
Cassian a seguir el camino. Parecían divertirse enseñando su hogar
a su invitado. Más adelante, Cassian pasó al lado de una fuente
natural, en la que un majestuoso y blanco unicornio bebía agua.
Según las leyendas, encontrarse con un unicornio era prácticamente
imposible, por lo que se sintió afortunado, y mucho más cuando éste
le miró e inclinó su cabeza, como si hiciera una reverencia.
No
se detuvo por mucho tiempo y prosiguió con su búsqueda. La canción
seguía ejerciendo un impulso sobre él y su paciencia se iba
agotando a cada paso que daba. Fue entonces cuando llegó a un claro
del bosque, iluminado por los rayos lunares. Allí cesó la canción,
no obstante, él no se enteró de ello.Clavó los ojos en el ser que
se hallaba ante él. Quedó absolutamente anonadado por la criatura
que lo estaba mirando.
Era
una mujer, no cabía duda, pero parecía más un espejismo de la luna
provocado por la falta de sueño. La superficie de su piel estaba
cubierta en su totalidad por perfectos pétalos de flor de diferentes
tonos rosados. Su figura desprendía una elegancia dotada de una
indescripitible magnificencia y la envolvían unas níveas
vestiduras. Su larga melena era de un verde intenso y creaba ondas
similares a las olas del mar al ser agitada por el viento. De sus
sienes brotaban dos pequeños cuernos similares a los de un ciervo.
Sus ojos eran preciosos, como la joya más brillante y valiosa, de un
color dorado y sus pupilas estaban ligeramente rasgadas.
Era
una íleva. Una hermosa y temible íleva.
Cassian
creyó perder la visión ante una criatura tan increíble como
aquélla. Sin embargo, él no se daba cuenta de que aquella
enigmática mujer iba a resultar su perdición. La fascinación
sacudía su cuerpo y su alma. Ninguna de sus canciones podría
expresar tanta belleza como la que estaba contemplando en esos
instantes. La íleva le dedicó una sonrisa que hizo que a Cassian le
temblaran las piernas. Ésta se sentó sobre una roca y Cassian se
acercó torpemente a ella, para luego arrodillarse a su lado. Cassian
descubrió a la dueña de la voz que había estado siguiendo, y no
porque uniera las piezas del rompecabezas, sino porque la propia
íleva empezó a cantar la misma canción, con la misma voz que lo
había hechizado:
El
hada sueña una canción
de
luciérnagas, con el dulce
néctar
de los días asombrosos,
canta
y sueña
con
las raíces de la tierra,
con
la sombra benigna
de
los árboles de un bosque
imaginado.
Canta
el hada y se visten
los
cielos de mariposas
que
alumbran estrellas,
y
vibran las flores de amor profundo.
El
hada canta y sueña
con
el viento de la nieve y de los espíritus,
con
el suspiro y la espera,
con
la luz no nombrada
de
las auroras y la lluvia
que
habitaen el respirar de los pájaros.
Canta
y sueña el hada...
Las
últimas notas de la melodía se ahogaron en el aire y Cassian deseó
deleitarse con su voz durante horas. La íleva se aproximó al rostro
del duque, dejando una mínima distancia entre ellos, y sintió su
respiración chocarse con la suya. Se había perdido en lo más hondo
de sus irises y éstos lo habían atrapado. Un fuerte deseo se
apoderó de él, consumiendo hasta el último ápice de voluntad y
sensatez que conservaba. Cerró los ojos, esperando que la íleva se
decidiera a malherir su corazón con sus perfectos labios... Pero
nunca llegó el beso que esperaba de ella. Disgustado, abrió los
ojos de golpe y se fijó en que el hada había desaparecido. Lo
invadió una profunda desesperación y volvió a adentrarse en los
árboles, embriagado por el hechizo de la íleva.
Le
enloquecía ver su figura esfumarse entre los árboles y no poder
atraparla. El eco de su dulce risa navegaba por la maleza y llegaba a
los oídos de Cassian, provocando que se estremeciera. ¿Creíais que
el hada era lo único extraño que Cassian presenció en Sarfílimen?
No, no; los horrores fueron en aumento. Los duendecillos que habían
salido a recibirlo e iluminaron su camino regresaron para ayudarlo,
aunque esta vez inundaron el bosque con un coro de risas
inquietantes. El joven duque, a pesar de ser consciente del espanto
de sus risas, no conseguía reaccionar y seguía corriendo en
persecución de la íleva.
Una
pesada niebla nubló su campo de visión, dificultando su objetivo.
Pasó al lado de una fuente similar a que había visto junto al
unicornio y, de hecho, ahí estabá él, con su porte solemne, pero
bastante cambiado. Tenía la mayor parte de la piel podrida, como si
su carne estuviera muerta, y sus costillas ensangrentadas sobresalían
por encima de su pelaje blanco. El unicornio miró fijamente a
Cassian y se horrorizaba sobremanera, aunque el hechizo lo empujaba a
seguir adelante. Mientras corría tropezó con algo y, al girarse a
ver qué era, se encontró con un ciervo muerto al que un cuervo
devoraba las tripas. También vislumbró entre las sombras de los
árboles una gran diversidad de animales, todos yaciendo sobre
raíces. Al igual que en la leyenda, Cassian estaba cayendo en las
redes de la íleva.
Su
carrera lo condujo a un precioso lago de aguas cristalinas en el que
la niebla se disipaba. Sus ojos se encontraron con los de la íleva,
la cual se hallaba aguardándolo en la orilla con todo su esplendor
en pleno auge. Ella le tendió su fina mano y él se apresuró a
tomarla. Entonces, la íleva entró en las aguas y Cassian se dejó
arrastrar. Fueron sumergiéndose lentamente, mientras Cassian era
calcinado por el fuego del ilusorio amor que lo estaba envenenando.
Sus manos acabaron por hundirlo en el agua. Cassian no se percataba
de que, poco a poco, iban ahondando en las profundidades del lago. Ni
siquiera notaba la falta de oxígeno. Los ojos de la íleva
arraigaban en su corazón y la sangre ebullía en sus venas. El tacto
de su maravillosa piel lo deleitaba como podía hacerlo la más bella
poesía recitada de sus labios. Lo destrozaba, lo mutilaba y luego lo
devolvía a la vida.
La
íleva envolvió su cuello con los brazos y fue acercándose
lentamente a los labios de Cassian, y él se sentía a las puertas de
un paraíso. Los labios de ella rozaron los suyos, incitando a
Cassian a que diera el paso, pero él se detuvo al oír unos gritos
familiares llamándolo desde la lejanía. “¡Cassian, Cassian!”.
No cesaban de clamar desesperadamente. Cassian despertó del hechizo
y reconoció la voz que lo llamaba. “¡Cassian, Cassian!”
Era
Peonía. Su amada Peonía, rescatándola de las fauces de la bestia.
Como
si le hubieran devuelto a la realidad de una bofetada, Cassian fue
consciente de la pesadilla en la que se había metido. Contempló el
rostro de la íleva y vio cómo los pétalos que lo tapaban se
desprendían y revelaban unas facciones podridas, igual que la piel
del unicornio, y monstruosamente deformadas. La íleva procedió a
devorarlo y hundió sus afilados dientes en el hombro de Cassian. Un
intenso dolor hizo que reaccionara y se zafara de ella. Justo cuando
se disponía a subir a la superficie, algo lo aferró por el cinturón
de su túnica. Vio que se trataba de un esqueleto que lo estaba
reteniedo. Vio, además, miles de huesos reposando en el fondo del
lago. Se desató el cinturón y consiguió deshacerse del esqueleto.
La
íleva volvió a atraparlo, pero él de acordó de la daga que
llevaba en la bota. En un ágil movimiento, Cassian lo sacó de la
bota y se lo clavó a la íleva en el pecho. Cayó muerta al fondo
del lago, junto a los restos de los hombres que habían matado. Subió
rápidamente y sintió aliviado las primeras bocanadas de aire. Se
apresuró en salir del lago, lo que fue costoso por la dolorosa herida que tenía en el hombro. Buscó a Peonía por todos lados, sin
éxito de encontrarla. Lo que sí vio fue cómo un grupo de ílevas
se abalanzaban sobre él. Cassian consiguió esquivarlas y echó a
correr, escapando de la muerte que le pisaba los talones.
Las
ílevas gritaban furiosas y desgarraban los oídos de Cassian, que no
pensaba en nada más que huir de Sarfílimen. Milagrosamente, logró
despistar a las ílevas y continuó su carrera hasta las afueras del
bosque, donde Ragnald y sus hombres seguían dormidos. Imaginaros el
susto que se llevaron cuando vieron al duque herido y asustado.
¿Qué
pasó después? Cassian se desmayó y la comitiva tuvo que llevarlo a
una aldea cercana para que lo curaran. Llegaron a Torresoledad con un
día de retraso y Cassian estuvo inconsciente hasta otro día
después. Pobre de él cuando despertó de su inconsciencia... Perdió
el juicio por completo y no hacía más que relatar los extraños
sucesos que había vivido. Ragnald se quedó espantado al comprender
que la leyenda del bosque era tal y como la había contado.
Cancelaron
la boda hasta que el duque mejorara, pero todos sabían que Cassian
nunca se recuperaría. La desgracia vino cuando Peonía fue a
visitarlo. En pleno ataque de locura, Cassian se abalanzó sobre
Peonía y la estranguló con sus propias manos hasta que la vida
desapareció de sus ojos. Nada se pudo hacer por salvar a Peonía ni
por detener a Cassian. En un instante de lucidez y percatándose que
había asesinado a su prometida, se arrojó por el balcón de sus
aposentos, abandonándose a los brazos del viento que poco pudieron
hacer para retenerlo, y aquella mente prodigiosa que tantos poemas y
canciones había memorizado quedó aplastada contra el duro suelo.
La
ruina del duque Cassian de Rosaespinas se expandió por todos los
rincones del reino. No había un solo habitante en el reino que no
supiera de la leyenda de las ílevas de Sarfílimen y el trágico
final de los jóvenes prometidos. Nadie más se atrevió a acercarse
al bosque y el temor a las hadas superó al que habían experimentado
antaño por los dragones. Se inventaron historias sobre las
monstruosas ílevas que, con el paso de los años, acabaron quedando
en el olvido. Sin embargo, considero necesario que conozcáis la
leyenda, aunque solo sea por mantener aún vivas estas historias que
nos inquietan y nos fascinan a lo largo del tiempo. Si hubiera que
resumir este relato en una sola frase, vendrían las palabras de
Ragnald a mi boca.
“Nunca
se debe molestar a las hadas”.
Elvira Alda Peñafiel
Fernando Alda Sánchez
Elvira Alda Peñafiel
Fernando Alda Sánchez
Bellísima texto. Enhorabuena a la joven escritora. Esto sólo puede ir a más
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