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miércoles, 24 de julio de 2019

Sarfílimen

Este relato que viene hoy al blog es una obra literaria que ha escrito mi hija Elvira Alda Peñafiel, de 16 años, a la que yo únicamente tengo el honor de haber añadido los dos poemas en forma de canción que figuran en el mismo. Todos los méritos corresponden a esta joven escritora en ciernes. Espero que el conjunto sea de vuestro agrado, queridos lectores. Una aclaración previa: el cuento está inspirado en parte en dos leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer (Los ojos verdes y El rayo de luna).



SARFÍLIMEN

El despliegue de los tonos anaranjados del crepúsculo sobre el pálido azul del cielo anunciaba la partida del sol y preparaban el paso a la luna y a su corte de sombras. Dicha marcha la acompasaba el golpeteo de los cascos de los caballos del duque Cassian de Rosaespinas y su comitiva sobre el camino. Aceleraban el paso con el ánimo de alcanzar la próxima aldea antes de que la noche se cerniera sobre ellos. Tras tres jornadas de viaje desde las tierras de Rosaespinas, tenían la esperanza de llegar a tiempo al condado de Torresoledad, donde el joven Cassian contraería matrimonio para el primer día de primavera.

Hacía un año que las familias de Rosaespinas y Torresoledad habían concertado la unión entre los herederos de ambas estirpes, el recientemente nombrado duque Cassian (debido a la renuncia de su padre en su favor) y lady Peonía, la hermosa hija del conde de Torresoledad. Sí, ya sé que estareis pensando que se trataba de un matrimonio por conveniencia más, de esos que hacen prosperar a las tierras y sembrar la frustación en las vidas de los cónyuges, sin embargo, permitidme corregiros y aclarar que, afortunadamente para la pareja, el amor había surgido entre ellos. ¿Cómo no se iba a enamorar Cassian de una dama tan agradable y encantadora como Peonía? ¿Y cómo no iba a caer Peonía rendida ante un hombre tan bondadoso y apuesto como Cassian?

El joven duque ardía en deseos de volver a ver a su prometida, a la que no visitaba desde el pasado otoño. Quería poder pasar el resto de sus días junto a su amada Peonía, sin que cuatro días de viaje los separaran, sin que tuviera que enviar a un mensajero para hacerle llegar sus poemas y cartas de amor y no pudiera escucharlos recitados de su boca, sin que tuviera que conformarse con la borrosa imagen de su esbelta figura bailando en sus sueños. Y, al fin, después de un año que resultó interminable, la ansiada unión estaba a punto de cumplirse.

Cassian no prestaba mucha atención al camino; a pesar de su fascinación por la naturaleza, el prefería pensar en la boda y en Peonía. Por eso Ragnald, su más fiel vasallo y consejero, tenía que ir vigilando todo el rato que su caballo no se desviara del sendero. Fue entonces cuando una gran masa verde frente a sus ojos sacó al duque de su ensimismamiento. Era un enorme bosque, de árboles robustos y vivaces, que se extendía a la derecha del camino. Le bastó virar la vista hacia atrás para darse cuenta de que estaban rodeándolo y parecía que siguiendo la línea limitativa del bosque iba a tomarles más tiempo del que debían. Tiró de las riendas de su caballo, frenó y el resto de hombres lo imitaron. Ragnald, viendo que su señor se había parado sin dar orden alguna de hacerlo y observando que Cassian fijaba su atención en el bosque, creyó que el duque ya estaba perdiendo otra vez el tiempo con el paisaje, y no podían perder ni un minuto más.

-Mi señor – preguntó-, ¿sucede algo?

-Decidme, Ragnald, siendo vos un hombre de gran sabiduría y llevando un considerable retraso en el viaje, ¿por qué estamos rodeando este bosque, apurados por alcanzar la siguiente aldea, cuando podemos acampar en él y continuar al día siguiente?

-Creo que es mejor que durmais en una habitación y no sobre una roca. Debeis estar bien descansado para vuestra boda, mi señor.

Cassian sospechó del gesto preocupado de su vasallo. Después de tantos años de servicio, distinguía cuando Ragnald lo excusaba de algo, y eso hacía que se sintiera como un niño pequeño.

-¿Todavía no habéis aprendido lo mucho que detesto que me ocultéis la verdad? Ragnald, quiero saber qué problema hay en acampar en este bosque.

-Veréis , este bosque no es cualquiera de esos que crecen en las montañas y junto a las praderas. Mi señor, os halláis frente a Sarfílimen.

-¿Y?

-¿No conocéis la leyenda de este bosque?

Cassian no pudo evitar sentirse avergonzado. Él presumía de conocer todas las leyendas y canciones existentes en el reino y, no obstante, no recordaba aquélla a la que se refería su vasallo. Admitirlo supuso una herida en su orgullo.

-No sé de qué leyenda me estáis hablando.

-La leyenda dice que las ílevas habitan Sarfílimen.

-¿Las ílevas?

-Sí, mi señor, las hadas de este bosque.

Cassian soltó una carcajada que hizo ruborizarse a Ragnald. Sonriendo de forma burlona, contestó:

-No me digais que os asustan, por favor.

-Nunca se debe molestar a las hadas.

-Ragnald...

-No son lo que parecen, mi señor. Las hadas de las que habéis oído hablar son criaturas bellas y gentiles, pero las ílevas son totalmente diferentes. Cuenta la leyenda que, mucho tiempo atrás, unos cazadores se adentraron en Sarfílimen y mataron a una de ellas para vender su sangre y hacerse ricos, pues un poderoso brujo aseguraba que la sangre de las ílevas tenía poderes curativos. Las hadas solían ser seres pacíficos y respetuosos, pero, tras ver la crueldad con la que daban caza a una de sus hermanas, la venganza las corrompió hasta convertirlas en verdaderos monstruos.

Desde entonces, cada vez que un hombre se atrevía a entrar en su bosque, no volvía a salir de él, como si las raíces de los árboles se lo hubieran tragado. Daba igual que fueran treinta de los mejores guerreros del rey, ninguno lograba huir de allí. Sin embargo, hubo una vez que un hombre pudo escapar con vida. Era un viejo mercader que había seguido la senda del bosque ignorando la existencia de las ílevas. Regresó a duras penas a su aldea, pero ya no era el mismo. Se había vuelto completamente loco. No paraba de contar los horrores que había presenciado en el bosque. Duendes que reían maliciosamente, unicornios con la piel podrida y los huesos asomando por su blanca piel, una niebla inquietante, animales muertos por todas partes... Lo más terrorífico era escuchar sus relatos sobre las ílevas.

Las describía con sumo detalle: cómo su piel estaba cubierta por pétalos de flores, el color verdoso de su pelo, los dos pequeños cuernos que sobresalían de su cabeza, sus ojos dorados y con las pupilas rasgadas. Relató cómo su belleza lo hechizó y lo sedujo, cómo lo arrastró hasta un lago y allí trató de ahogarlo y de devorarlo. También contó el espeluznate detalle de haber encontrado los restos de aquéllos que no habían escapado de las garras de las hadas en el fondo del lago, y de que éstos cobraban vida y tiraban de él para que no escapara.

¿Y qué pasó con ese viejo comerciante? La locura lo consumió tan ferozmente que acabó muriendo dos días después.

Hubo un largo e incómodo silencio en el que todos reflexionaron sobre la historia de Ragnald. De todas las leyendas y canciones que sabía, no se le ocurría ninguna que pudiera superar a la de su vasallo. Jamás en su vida podría haber imaginado un cuento tan truculento. Pero Cassian no se iba a dejar intimidar por una historia para niños. Aunque disfrutara imaginando las fantasías que éstas dibujaban, sabía que en la inmensa mayoría de ellas no se debería confiar por completo en su veracidad. Nadie podía demostrar en ese mismo momento que las ílevas existieran. Cassian se convencía a sí mismo de estas palabras, sin embargo, él era humano, al igual que nosotros, y sabemos que la incertidumbre es algo propio de nuestra debilidad natural.

Finalmente, cansado de aquel ambiente silencioso, decidió intervenir para relajar a sus acompañantes.

-Compañeros, no entiendo cómo podéis ser tan infantiles de tener miedo de una leyenda sin sentido. No estoy afirmando que la historia del viejo no sea cierta pero, sinceramente, ¿no creéis que todas esas descripciones de sucesos terroríficos y las hadas no se debiera a la edad? Seguramente el pobre hombre se quedaría en el bosque y tendría una pesadilla que lo alterara. Lo de que muriera sería por mala salud. El caso es que la gente distorsiona los hechos y construye unas paraonias absurdas, que vosotros os tragáis como ingenuos que sois.

Las cabezas de todos se agachaban hacia el suelo, disimulando la vergüenza de recibir una reprimenda de su señor. Ragnald era el único que no se escondía del duque, porque sabía que era bastante terco e insistente. A raíz de eso, había aprendido a tratar con el carácter de Cassian.

-Mi señor, ¿vos creéis en la existencia de los dragones?

Inmediatamente, todos volvieron a alzar la vista, confusos y sorprendidos por la intervención de Ragnald en plena reprimenda de su señor. Cassian, sin embargo, rio ante otra de las muchas osadías de su vasallo.

-Sé a dónde queréis llegar con esta pregunta, Ragnald, pero, antes de cederte la victoria, está en mi derecho defenderme. Sí creo en la existencia de los dragones, y sabéis que no miento porque ambos los hemos contemplado mil veces. Es más, hemos cazado unos cuantos en las excursiones a las montañas. Ahora vendría cuando me decís: “Si sabéis que los dragones son reales, ¿por qué no podéis pensar que las ílevas son reales?”. Porque, mi querido amigo, yo no niego la existencia de las hadas. Los dragones han sido un peligroso enemigo de nuestras tierras desde tiempos inmemoriales. Han destrozado todo cuanto alcanzaban a su paso, ¿y no los hemos dado muerte todas esas veces? Mi conclusión es que, si hemos podido vencer a fieros y colosales dragones, unas haditas de bosque no deberían asutarnos.

Ragnald quiso replicar, pero decidió que callar era la mejor opción en este caso, ya que malo sería contrariar al duque. Para sorpresa de la comitiva, Cassian relajó la mirada y sonrió.

-Es mejor que nos olvidemos de este tema, pues os aprecio lo suficiente como para no querer acabar enfadados para el día de mi boda. Y, ahora, vamos a buscar un lugar a las afueras de este dichoso bosque para acampar sin tener que aguantar vuestros lloriqueos.


***

Aún tuvieron que avanzar un rato más hasta que se toparon con un refugio entre unas rocas, ideal para descansar. Se instalaron alrededor de una hoguera que habían encendido previamente, prepararon un austero guiso de carne y, tras quedar saciados, se acomodaron para contemplar los millones de estrellas titilando en el firmamento. La noche estaba especialmente agradable y los caballeros se olvidaron de la leyenda y de los temores que les producía. Charlaban animadamente entre ellos, contando divertidas anécdotas del pasado. Cassian se distraía de la conversación y se entretenía observando las llamas crepitando en la hoguera, hasta que Ragnald le sugirió que cantara alguna canción para animar el ambiente. Fue él mismo quien sacó de su equipaje el laúd, su laúd desde que tenía quince años. Había sido un regalo de su maestro. Cassian, el cual no podía estar más contento con la propuesta de Ragnald, agarró cuidadosamente el laúd y, acordándose de las divertidas veladas que pasaba con su maestro en las posadas, aprendiendo de los bardos y admirando su talento, entonó la siguiente canción:

Viene el tiempo del reino,

de la virtud de los héroes,
de la memoria de sus hazañas,
de la sangre y de la gloria,
viene el tiempo de la espada,
de las flores que se cortaron en honor
de las batallas y las victorias.

Es el tiempo del fuego primigenio

en el que se forjó la vida,
en el que nacieron las nubes
y las moradas de nuestros padres,
del fuego que doró los corazones
y el sufrimiento,
del agua y de los cielos.

Es el tiempo de cantar

la altura de los días,
de escribir y de vencer,
de reinar sobre la muerte.

Es el tiempo de soñar y de creer

en las auroras del mundo,
de alzarse sobre las ruinas
y proclamar el coraje y el esfuerzo,
de cabalgar sobre las colinas
y sobre el amanecer de las estrellas,
de la mano del viento y del mar.

Es tiempo para el aire

y la tierra, para la nostalgia
del hogar de nuestros antepasados
que duermen en los ríos y en las cimas,
en los bosques sagrados
y en el murmullo de la hierba.

Es el tiempo de vivir,

de las doradas cosechas y del vino oscuro,
de la lluvia y su canción misteriosa
y melancólica sobre los ojos
de nuestros hijos, es el tiempo de ser,
de convocar y de reír.
Por siempre seremos nosotros,
aquellos de brillante armadura y lanza gloriosa,
jinetes de la luz
envueltos en el manto
del alba y de los sueños.

Cassian hubo terminado de tocar y todos aplaudieron y alabaron el talento que poseía para la música. Ese tipo de halagos eran los que alimentaban el orgullo del duque. Sigueron compartiendo vivencias hasta que solo quedó un puñado de cenizas de la hoguera y el sueño empezó a cerrar sus ojos. Fue fácil dormirse para los caballeros, debido al cansancio acumulado durante todo el día, excepto Cassian, que era incapaz de conciliar el sueño. Daba vueltas y vueltas, cambiando de postura bajo la manta, y no había manera. Achacó su insomnio a la roca sobre la que se había apoyado. Se acordó de la posada en la que habrían descansado si no hubiera insistido en acampar al lado del bosque y se arrepintió de ello.

Mientras buscaba la forma de quedarse dormido, una lejana y misteriosa voz lo sorprendió. Cantaba una débil melodía. Cassian se incorporó para descubrir de dónde procedía aquella canción. Bastó dirigir la mirada a los árboles de Sarfílimen para percatarse de que la melodía procedía de allí. Sintió el fuerte impulso de seguir el sonido y descubrir a su intérprete, pero se acordó de la leyenda de Ragnald y le asaltó la duda. Siempre dicen que la curiosidad no es una buena compañera de la que fiarse, y ninguno de nosotros nos salvamos de dejarnos llevar por ella alguna vez. Por eso, Cassian se olvidó de las advertencias de su vasallo y, escondiendo una daga en su bota por si tenía que defenderse, emprendió el camino dentro del bosque, guiándose por la dulce melodía que tentaba a sus oídos.

Poco a poco, fue atravesando árboles, los cuales eran gratamente verdes y robustos, rebosantes de vida, cuyas ramas se alzaban orgullosas hacia el cielo nocturno. Cassian se iba sintiendo cada vez más atraído por la melodía. Nunca había escuchado una voz tan hermosa. A medida que se iba acercando, la canción parecía moldearse en forma de palabras, pero tenía que llegar hasta el punto justo de donde provenía.

Analizó detalladamente su entorno y, aunque estuviera oscuro y no lograra distinguir su alrededor, no encontró en él nada tenebroso. Algo que no esperaba encontrar era la presencia de unos pequeños y traviesos duendecillos que lo observaban desde las ramas. Aquellas criaturas diminutas no resultaban aterradoras, todo lo contrario, sus minúsculos deditos se encendieron con una tenue luz y ayudaron a Cassian a seguir el camino. Parecían divertirse enseñando su hogar a su invitado. Más adelante, Cassian pasó al lado de una fuente natural, en la que un majestuoso y blanco unicornio bebía agua. Según las leyendas, encontrarse con un unicornio era prácticamente imposible, por lo que se sintió afortunado, y mucho más cuando éste le miró e inclinó su cabeza, como si hiciera una reverencia.

No se detuvo por mucho tiempo y prosiguió con su búsqueda. La canción seguía ejerciendo un impulso sobre él y su paciencia se iba agotando a cada paso que daba. Fue entonces cuando llegó a un claro del bosque, iluminado por los rayos lunares. Allí cesó la canción, no obstante, él no se enteró de ello.Clavó los ojos en el ser que se hallaba ante él. Quedó absolutamente anonadado por la criatura que lo estaba mirando.

Era una mujer, no cabía duda, pero parecía más un espejismo de la luna provocado por la falta de sueño. La superficie de su piel estaba cubierta en su totalidad por perfectos pétalos de flor de diferentes tonos rosados. Su figura desprendía una elegancia dotada de una indescripitible magnificencia y la envolvían unas níveas vestiduras. Su larga melena era de un verde intenso y creaba ondas similares a las olas del mar al ser agitada por el viento. De sus sienes brotaban dos pequeños cuernos similares a los de un ciervo. Sus ojos eran preciosos, como la joya más brillante y valiosa, de un color dorado y sus pupilas estaban ligeramente rasgadas.

Era una íleva. Una hermosa y temible íleva.

Cassian creyó perder la visión ante una criatura tan increíble como aquélla. Sin embargo, él no se daba cuenta de que aquella enigmática mujer iba a resultar su perdición. La fascinación sacudía su cuerpo y su alma. Ninguna de sus canciones podría expresar tanta belleza como la que estaba contemplando en esos instantes. La íleva le dedicó una sonrisa que hizo que a Cassian le temblaran las piernas. Ésta se sentó sobre una roca y Cassian se acercó torpemente a ella, para luego arrodillarse a su lado. Cassian descubrió a la dueña de la voz que había estado siguiendo, y no porque uniera las piezas del rompecabezas, sino porque la propia íleva empezó a cantar la misma canción, con la misma voz que lo había hechizado:

El hada sueña una canción

de luciérnagas, con el dulce
néctar de los días asombrosos,
canta y sueña
con las raíces de la tierra,
con la sombra benigna
de los árboles de un bosque
imaginado.

Canta el hada y se visten

los cielos de mariposas
que alumbran estrellas,
y vibran las flores de amor profundo.

El hada canta y sueña

con el viento de la nieve y de los espíritus,
con el suspiro y la espera,
con la luz no nombrada
de las auroras y la lluvia
que habitaen el respirar de los pájaros.

Canta y sueña el hada...

Las últimas notas de la melodía se ahogaron en el aire y Cassian deseó deleitarse con su voz durante horas. La íleva se aproximó al rostro del duque, dejando una mínima distancia entre ellos, y sintió su respiración chocarse con la suya. Se había perdido en lo más hondo de sus irises y éstos lo habían atrapado. Un fuerte deseo se apoderó de él, consumiendo hasta el último ápice de voluntad y sensatez que conservaba. Cerró los ojos, esperando que la íleva se decidiera a malherir su corazón con sus perfectos labios... Pero nunca llegó el beso que esperaba de ella. Disgustado, abrió los ojos de golpe y se fijó en que el hada había desaparecido. Lo invadió una profunda desesperación y volvió a adentrarse en los árboles, embriagado por el hechizo de la íleva.

Le enloquecía ver su figura esfumarse entre los árboles y no poder atraparla. El eco de su dulce risa navegaba por la maleza y llegaba a los oídos de Cassian, provocando que se estremeciera. ¿Creíais que el hada era lo único extraño que Cassian presenció en Sarfílimen? No, no; los horrores fueron en aumento. Los duendecillos que habían salido a recibirlo e iluminaron su camino regresaron para ayudarlo, aunque esta vez inundaron el bosque con un coro de risas inquietantes. El joven duque, a pesar de ser consciente del espanto de sus risas, no conseguía reaccionar y seguía corriendo en persecución de la íleva.

Una pesada niebla nubló su campo de visión, dificultando su objetivo. Pasó al lado de una fuente similar a que había visto junto al unicornio y, de hecho, ahí estabá él, con su porte solemne, pero bastante cambiado. Tenía la mayor parte de la piel podrida, como si su carne estuviera muerta, y sus costillas ensangrentadas sobresalían por encima de su pelaje blanco. El unicornio miró fijamente a Cassian y se horrorizaba sobremanera, aunque el hechizo lo empujaba a seguir adelante. Mientras corría tropezó con algo y, al girarse a ver qué era, se encontró con un ciervo muerto al que un cuervo devoraba las tripas. También vislumbró entre las sombras de los árboles una gran diversidad de animales, todos yaciendo sobre raíces. Al igual que en la leyenda, Cassian estaba cayendo en las redes de la íleva.

Su carrera lo condujo a un precioso lago de aguas cristalinas en el que la niebla se disipaba. Sus ojos se encontraron con los de la íleva, la cual se hallaba aguardándolo en la orilla con todo su esplendor en pleno auge. Ella le tendió su fina mano y él se apresuró a tomarla. Entonces, la íleva entró en las aguas y Cassian se dejó arrastrar. Fueron sumergiéndose lentamente, mientras Cassian era calcinado por el fuego del ilusorio amor que lo estaba envenenando. Sus manos acabaron por hundirlo en el agua. Cassian no se percataba de que, poco a poco, iban ahondando en las profundidades del lago. Ni siquiera notaba la falta de oxígeno. Los ojos de la íleva arraigaban en su corazón y la sangre ebullía en sus venas. El tacto de su maravillosa piel lo deleitaba como podía hacerlo la más bella poesía recitada de sus labios. Lo destrozaba, lo mutilaba y luego lo devolvía a la vida.

La íleva envolvió su cuello con los brazos y fue acercándose lentamente a los labios de Cassian, y él se sentía a las puertas de un paraíso. Los labios de ella rozaron los suyos, incitando a Cassian a que diera el paso, pero él se detuvo al oír unos gritos familiares llamándolo desde la lejanía. “¡Cassian, Cassian!”. No cesaban de clamar desesperadamente. Cassian despertó del hechizo y reconoció la voz que lo llamaba. “¡Cassian, Cassian!”

Era Peonía. Su amada Peonía, rescatándola de las fauces de la bestia.

Como si le hubieran devuelto a la realidad de una bofetada, Cassian fue consciente de la pesadilla en la que se había metido. Contempló el rostro de la íleva y vio cómo los pétalos que lo tapaban se desprendían y revelaban unas facciones podridas, igual que la piel del unicornio, y monstruosamente deformadas. La íleva procedió a devorarlo y hundió sus afilados dientes en el hombro de Cassian. Un intenso dolor hizo que reaccionara y se zafara de ella. Justo cuando se disponía a subir a la superficie, algo lo aferró por el cinturón de su túnica. Vio que se trataba de un esqueleto que lo estaba reteniedo. Vio, además, miles de huesos reposando en el fondo del lago. Se desató el cinturón y consiguió deshacerse del esqueleto.

La íleva volvió a atraparlo, pero él de acordó de la daga que llevaba en la bota. En un ágil movimiento, Cassian lo sacó de la bota y se lo clavó a la íleva en el pecho. Cayó muerta al fondo del lago, junto a los restos de los hombres que habían matado. Subió rápidamente y sintió aliviado las primeras bocanadas de aire. Se apresuró en salir del lago, lo que fue costoso por la dolorosa herida que tenía en el hombro. Buscó a Peonía por todos lados, sin éxito de encontrarla. Lo que sí vio fue cómo un grupo de ílevas se abalanzaban sobre él. Cassian consiguió esquivarlas y echó a correr, escapando de la muerte que le pisaba los talones.

Las ílevas gritaban furiosas y desgarraban los oídos de Cassian, que no pensaba en nada más que huir de Sarfílimen. Milagrosamente, logró despistar a las ílevas y continuó su carrera hasta las afueras del bosque, donde Ragnald y sus hombres seguían dormidos. Imaginaros el susto que se llevaron cuando vieron al duque herido y asustado.

¿Qué pasó después? Cassian se desmayó y la comitiva tuvo que llevarlo a una aldea cercana para que lo curaran. Llegaron a Torresoledad con un día de retraso y Cassian estuvo inconsciente hasta otro día después. Pobre de él cuando despertó de su inconsciencia... Perdió el juicio por completo y no hacía más que relatar los extraños sucesos que había vivido. Ragnald se quedó espantado al comprender que la leyenda del bosque era tal y como la había contado.

Cancelaron la boda hasta que el duque mejorara, pero todos sabían que Cassian nunca se recuperaría. La desgracia vino cuando Peonía fue a visitarlo. En pleno ataque de locura, Cassian se abalanzó sobre Peonía y la estranguló con sus propias manos hasta que la vida desapareció de sus ojos. Nada se pudo hacer por salvar a Peonía ni por detener a Cassian. En un instante de lucidez y percatándose que había asesinado a su prometida, se arrojó por el balcón de sus aposentos, abandonándose a los brazos del viento que poco pudieron hacer para retenerlo, y aquella mente prodigiosa que tantos poemas y canciones había memorizado quedó aplastada contra el duro suelo.

La ruina del duque Cassian de Rosaespinas se expandió por todos los rincones del reino. No había un solo habitante en el reino que no supiera de la leyenda de las ílevas de Sarfílimen y el trágico final de los jóvenes prometidos. Nadie más se atrevió a acercarse al bosque y el temor a las hadas superó al que habían experimentado antaño por los dragones. Se inventaron historias sobre las monstruosas ílevas que, con el paso de los años, acabaron quedando en el olvido. Sin embargo, considero necesario que conozcáis la leyenda, aunque solo sea por mantener aún vivas estas historias que nos inquietan y nos fascinan a lo largo del tiempo. Si hubiera que resumir este relato en una sola frase, vendrían las palabras de Ragnald a mi boca.


Nunca se debe molestar a las hadas”.

Elvira Alda Peñafiel
Fernando Alda Sánchez




1 comentario:

  1. Bellísima texto. Enhorabuena a la joven escritora. Esto sólo puede ir a más

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